Los apóstoles de los últimos tiempos: dóciles al soplo del Espíritu Santo, esclavos de la Virgen

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Los apóstoles de los últimos tiempos: dóciles al soplo del Espíritu Santo, esclavos de la Virgen

El mundo católico, que poco a poco va retomando el acceso a sacramentos, se prepara para la fiesta de Pentecostés, que marca el fin del tiempo pascual.


¿Qué es ser dócil al Espíritu Santo? Esta interrogación adquiere mayor propósito a medida que nos acercamos a la fiesta de Pentecostés, la de la venida del Paráclito a María y los apóstoles tras la muerte del Señor.

Antes de responder la pregunta, recordemos que el Espíritu Santo, tercera persona de la Santísima Trinidad, es único Dios verdadero junto al Padre y el Hijo. Es un misterio, pero así es.

Se le atribuye al Espíritu Santo la santificación de las almas. Hemos de decir primero que la santificación es obra tanto del Padre como del Verbo como del Espíritu Santo: “Las obras exteriores [a la Trinidad], o sea las acciones que se terminan fuera de Dios (operaciones ad extra), ya sea en el mundo material – como en la acción de dirigir a toda criatura a su fin –, ya sea en el mundo de las almas, – como en la acción de producir la gracia –, son comunes a las tres divinas personas”. 1 Pero aunque es, pues, la Trinidad bendita en conjunto la que obra todo fuera de Dios, “como la obra de la santidad en el alma es obra de perfeccionamiento y de unión, se [le] atribuye al Espíritu Santo”. 2

Es decir, la acción de santificación de las almas se le atribuye al Divino Paráclito pues la santidad es un perfeccionamiento consecuencia de un amor a Dios, un amor que nos une con Dios, “porque nuestra santidad se mide por el mayor o menor grado de nuestra unión con Dios”. 3 Y como el Santo Espíritu procede “a la vez del Padre y del Hijo por vía de amor” 4, por ello se le atribuye al Espíritu Divino la santificación del hombre, y todo lo que contribuya a la santificación, que son obras de amor.

Una polémica ya superada

Durante los inicios del S. XX se trabó a nivel de eruditos teólogos fuertes polémicas sobre el carácter de la mística, de si todos están llamados a la mística, si la mística es particularmente fenómenos extraordinarios tipo éxtasis u otros, como los vividos por la gran Santa Teresa o San Juan de la Cruz. Aunque no faltarán remanentes de posiciones superadas, se puede decir hoy con tranquilidad que: 1. Ya se sabe que la esencia de la mística es la acción del Espíritu Santo a través de sus dones; 2. Que hay un llamado universal a la mística, es decir que todos los hombres están llamados a que en sus almas actúe el Espíritu Santo con sus mociones y sus dones; y 3. Que las cumbres de la vida espiritual solo se alcanzan por vía mística y no por vía ascética, es decir es el Espíritu Santo el que tiene que hacer su obra con la mera anuencia humana pero sin que el hombre tome parte activa, sino pasiva, meramente consintiendo la eficacísima acción del Santo Espíritu divino en sí.

Toda esa polémica, victoriosa para el Espíritu Santo, fue como si el Espíritu Santo recuperase su primacía en la principal acción ad extra de Dios, que es la santificación de las almas.

Sin embargo, vivimos poniendo obstáculos a la acción del Espíritu Santo

¿Y si el Espíritu Santo es el responsable de la santificación, y si evidentemente ese Espíritu de amor quiere que nos unamos a Él, por qué no somos santos? Por varias situaciones posibles:

Primera, porque aunque verdaderamente ahí está Él, esperando que le demos libertad de actuar, desconocemos su presencia, sus inspiraciones, y desconociéndolo ni lo amamos, ni lo escuchamos, ni lo secundamos ni permitimos que actúe.

Segunda, porque aunque tal vez sepamos que el Espíritu Santo constantemente está ahí y nos invita a seguir sus caminos, en la vida práctica actuamos como si no existiese, es decir, somos ateos prácticos del Espíritu Santo. Y para efectos prácticos esa es casi la misma primera situación.

¿La solución?

Identificado el problema, hecho el diagnóstico, la solución se presenta a la vista:

Es preciso “ser dóciles al Espíritu Santo”. “Es preciso primero oír su voz. Y para oírla es necesario el recogimiento, el desasimiento de sí propio, la guarda del corazón, la mortificación de la voluntad y la del juicio propio”: 5 en estas cortas líneas del P. Garrigou-Lagrange se encuentran presentes grandes verdades, que merecen que en algo nos extendamos sobre ellas.

Insistimos. Si maestros de la espiritualidad como los autores citados hablan de la necesaria escucha de la voz del Espíritu Santo, es porque Él constantemente dirige hacia nosotros su melodiosa y divina Voz. Pero ocurre que estamos mal acostumbrados a escuchar muchas otras voces, será la de los gritos del mundo por vía del demonio, que buscan halagar nuestros egoísmos o pasiones; será la voz específica de nuestro egoísmo, pues “ordinariamente vivimos con la preocupación de nosotros mismos”, es decir pensando sólo en lo que nuestra mente piensa, queriendo sólo lo que nuestra voluntad desea, buscando acceder fácilmente a lo que nuestros sentidos en desorden apetecen. Y mientras tanto, ahí está Dios Espíritu Santo, que amoroso que es, no se cansa de dirigirnos sus suaves y melodiosos convites.

Por eso, en relación al Espíritu Santo, es necesario “hacerse con un alma de niño” 6, pues el niño en sus necesidades está muy atento a la indicación de su madre. Y esta metáfora nos sirve para hablar de Aquella de la que tenemos que necesariamente hablar, pues sin Ella es muy difícil que nos adiestremos en la escucha y práctica de la Voz bondadosa, confortante y santificadora del Espíritu Santo: la fidelísima esposa del Espíritu Santo, la Virgen María, la Madre espiritual de los cristianos.

No hay unión con Dios sin estrecha unión con la Virgen

“No creo yo que jamás persona alguna pueda adquirir una unión íntima con el Señor, y una fidelidad perfecta al Espíritu Santo, sin una estrechísima unión con María y una gran dependencia de su socorro”, 7 nos dice San Luis María Grignion de Montfort. Pues sólo la Virgen “ha hallado gracia antes Dios”, “sólo por Ella han conseguido esta gracia los que la han encontrado ante Dios, y sólo por Ella la obtendrán cuantos en lo sucesivo la han de hallar”. “El Altísimo la ha hecho Tesorera única de sus riquezas y Dispensadora única de sus gracias para ennoblecer, levantar y enriquecer a quien Ella quiere, para hacer caminar por la estrecha senda del cielo a quien Ella quiere, para permitir, a pesar de todos los obstáculos, la entrada por la angosta puerta de la vida a quien Ella quiere”, 8 recalca el santo de Montfort.

“A pesar de todos los obstáculos”. De acuerdo a lo expuesto arriba, el gran obstáculo somos nosotros mismos, que queremos seguir nuestro criterios o los del mundo, y no las inspiraciones del Santo Espíritu. Y de ese ejercicio ya ‘vicioso’ de seguir lo que nuestro ser quiere y no lo que nos indica el Paráclito, solo nos reforma la Virgen. Por eso San Luis propone la entrega total a Ella, la consagración total como esclavo de amor a Nuestra Señora, para que Ella tomando posesión de nuestra alma, pueda instalarse con facilidad allí el Espíritu Santo y obrar las maravillas que le son propias.

Para escuchar al Espíritu Santo, instalar a la Virgen en el corazón. Los apóstoles de los últimos tiempos

“Serán los apóstoles verdaderos de los últimos tiempos, a quienes el Señor de las virtudes dará la palabra y la fuerza para obrar maravillas y obtener gloriosos trofeos sobre sus enemigos”, anuncia San Luis María de Montfort, de quienes se entreguen totalmente a la Virgen, sin reservar nada para sí. “Grandes hombres que han de venir, pero a quienes María formará por orden del Altísimo”, 9 pues “sólo a María Dios ha confiado las llaves de las bodegas del amor divino y el poder de entrar y hacer entrar a los otros en las vías más sublimes y secretas de la perfección”, 10 es decir, es la Virgen la puerta que abre acceso a la perfección que opera el Santo Espíritu.


la Virgen la puerta que abre acceso a la perfección que opera el Santo Espíritu

Para unirnos con el Espíritu Santo, pues, entregarnos enteramente a la Virgen. Para ser dóciles a la voz del Espíritu Santo, darnos por completo a la Virgen. Para no poner obstáculos a la acción del Espíritu Santo, para hacer que se acalle ese hombre viejo presuntuoso, miserablemente imponente de sus criterios y deseos, entregarse como esclavo de amor a la Virgen.

De esa manera, el Espíritu vehiculado por su Fiel Esposa nos irá enseñando Quien es Él, cuales son sus maravillas, también presentes en toda la Creación, particularmente en la Iglesia Católica, Apostólica y Romana. Es decir, es escuchar la voz de Dios que se emite en lo más profundo de nuestros espíritus, pero que también se va manifestando cuando contemplamos el universo con los oídos prestos a la escucha de la Voz del Espíritu. Entregándonos a la Virgen, Ella y Él nos enseñarán a escucharlo y a amarlo, para que amándolo nos transformemos en Él. Pero todo a través de la entrega total a la Virgen.

No es casualidad que por estos conturbados días, en muchos ambientes se esté re-descubriendo la doctrina y prácticas promovidas por el Santo de Montfort.

Por Carlos Castro – De Gaudium Press
  1. Antonio Royo Marín. El Gran Desconocido – El Espíritu Santo y sus dones. BAC Madrid. 1998. p. 26
  2. Ibídem, p. 27.
  3. Ídem.
  4. Ídem.
  5. R. Garrigou-Lagrange. Las Tres Edades de la Vida Interior – Tomo II. 8va. Edición. Ed. Palabra. Madrid. 1999. p. 798.
  6. Ibídem, p. 799.
  7. San Luis María Grignion de Montfort. Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen. Edición para el Año Mariano de 1954 con prólogo de Antonio Jiménez SMM. Bogotá. p. 80.
  8. Ibídem, pp. 80-82.
  9. Ibídem, pp. 99, 101.
  10. Ibídem. p. 82.
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