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Los castillos, el Papa y María

Recorrer los caminos que surcan la antigua Europa es como recorrer las páginas de un libro de Historia.

Si atravesamos un valle, nos deparamos con el escenario donde se dio una legendaria batalla. Si cruzamos un río, nos damos cuenta de que otrora éste fue la frontera entre dos poderosos imperios. Si divisamos una gruta, nos encontramos en que ahí vivió, en soledad, el fundador de una multisecular orden religiosa.
Sabemos que la mayor parte de los hechos humanos desaparecieron anónima y fugazmente en la vorágine implacable del paso de los siglos.
Quedaron en la memoria y en las crónicas sólo los nombres más importantes, o por su gran virtud, o por su extrema maldad.
Otros testimonios del pasado son las antiguas construcciones. Por lo menos, las que consiguieron sobrevivir a la erosión del tiempo. Y entre éstas, tal vez las que más nos llamen la atención sean los viejos y robustos castillos. Erectos sobre montes y colinas, esos vetustos guardianes de piedra que parecen vigilar la lejanía, como si sus enemigos de otrora pudiesen levantarse del polvo y amenazarlos nuevamente.

Los castillos de España

Es imposible hablar de castillos sin hablar de España. Gran número de éstos fueron construidos durante la turbulenta Reconquista, que abarca el largo periodo entre los siglos VIII y XV.
En esa conflictiva época, las poblaciones hispanas encontraron en los castillos un medio de protegerse o de asegurar sus conquistas. De hecho, las fronteras inestables y las interminables campañas militares tuvieron como consecuencia la construcción de un número enorme de esas plazas fuertes: cerca de 10.000, según algunas estimaciones. Hoy quedan cerca de 2.500 entre las que podemos destacar el Castillo de Loarre, considerado una de las fortalezas mejor conservadas de toda España, e incluso de Europa. Situado en la sierra de Gratal, a 35 kilómetros de Huesca, fue construido en el siglo XI por orden del rey Sancho III para servir de atalaya sobre los montes. Los cimientos de Loarre están asentados sobre roca maciza, que le proporciona una excelente solidez a su defensa, pues le era imposible al enemigo cavar túneles bajo sus murallas.

Un ejemplo evangélico

¿Pueden los castillos recordarnos las virtudes cristianas? Sin duda. En especial una: la prudencia. Una fortificación casi milenaria como la de Loarre ilustra de forma ideal aquella parábola del Divino Maestro: “Aquél, pues, que oye estas palabras y las pone en práctica es semejante a un hombre prudente, que edificó su casa sobre la roca” (Mt 7, 24).
El castillo es una bonita imagen de las disposiciones del espíritu humano.


Así, como aquellos antiguos constructores procuraban el terreno más sólido para edificar sus defensas sobre él, el católico debe cimentar su conducta en la Iglesia y el Papa, la roca firme en la cual se sustenta el alma cristiana.
Y, sobre todo, debe tener la prudencia de buscar el más seguro amparo sobrenatural, o sea, la maternal protección de Nuestra Señora.
Según el admirable S. Luis María Grignion de Montfort, esa buena Madre vela por sus hijos, los ampara y acompaña como en un ejército en orden de batalla: “Ut castrorum acies ordinata” (Ct 6,4).
Estando al abrigo de tan sólida fortaleza, el fiel nada habrá de temer. Amparada, consolada y protegida, su vida espiritual será la realización de las palabras de la Escritura: “Cayó la lluvia, vinieron las inundaciones, soplaron los vientos y embistieron contra aquella casa; ella, sin embargo, no cayó, porque estaba edificada en la roca” (Mt 7,25).

Heraldos del Evangelio – Ecuador

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