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Materna y Omnipotente Realeza

Sobre cada una de las cualidades y virtudes de la Madre de Dios, el Dr. Plinio hizo comentarios que constituyen verdaderos himnos de abrasado amor, como éste en el que describe uno de los mayores y más bellos títulos de María Santísima

Al instituir la fiesta de Nuestra Señora Reina, quiso la Iglesia glorificar a Dios por medio de la realeza de su Madre Santísima, honrándola y venerándola con este título, uno de los más grandes y más bellos que ya le fueron atribuidos. Es, pues, con inmenso jubilo que debemos asociarnos a esa celebración de las prerrogativas regias de María, pensando y meditando en ellas, no sólo para crecer en el conocimiento de tan excelsa Soberana, como también -y sobre todo- aumentar nuestro amor y nuestra devoción a Ella.

Reina que decide por decisión propia

Volvámonos en primer lugar hacia los fundamentos de esa realeza, es decir, las razones por las que la Virgen es llamada Reina.
Ante todo, por ser la Madre del Rey, es decir, de Nuestro Señor Jesucristo. Él es Rey como Dios, Autor de toda la creación. Es Rey como Salvador y Redentor del género humano, pues éste, que estaba perdido, fue rescatado por la Sangre infinitamente valiosa del Cordero Divino, el cual se convirtió así en su Dueño y Señor. Es Rey por derecho de nacimiento, descendiente del linaje monárquico de David. Es Rey, aún, como el más excelente de los hombres, en el cual nuestra naturaleza alcanzó una superioridad y una plenitud inimaginables.
Ahora bien, como Madre del Rey, la Virgen merece el título de Reina, y no sólo porque le convenía a Él ser hijo de una soberana, sino también porque a la Virgen se le dio una participación efectiva en el gobierno de Nuestro Señor sobre todo el universo.
En efecto, después de su triunfal Asunción, la Santísima Virgen se vio exaltada por las tres personas divinas, recibiendo un completo dominio sobre las criaturas visibles e invisibles, los ángeles y los santos en el cielo, los hombres vivos, las almas del Purgatorio, así como sobre los réprobos y demonios del infierno. De tal suerte que, a partir de entonces, Dios ejecuta todas sus obras y realiza todas sus voluntades por intermedio de su Madre. Ella no es sólo el canal por donde pasa el imperio del Rey, pero es la Reina que decide personalmente porque Dios así lo quiso.

Medianera universal de todas las gracias

Esta sapiencial disposición de la Beatísima Trinidad, concediendo tal poder a Nuestra Señora, nos lleva a considerar otro precioso fundamento de la realeza mariana: la prerrogativa de Medianera Universal de todas las gracias.
Es una sentencia establecida en la Teología que, igualmente por voluntad divina, todos los dones celestiales nos son otorgados por medio de María Santísima, así como todas nuestras súplicas y oraciones sólo llegan al trono de Dios, presentadas por las maternas y compasivas manos de su Madre. Él la constituyó dispensadora de su inextinguible tesoro de gracias y favores, y es por medio de Ella que desea atender a nuestros pedidos. Si todos los Ángeles y Santos reunidos suplicaran algo en provecho de un fiel, sin invocar la intercesión de María, nada obtendrían. Ella sola, pidiendo por nosotros, todo alcanza.
Nuestra Señora es, en relación a nuestras oraciones, un altoparlante incomparable a resonar en el cielo. Ella transforma nuestras palabras, les da una melodía, un sonido, el valor de un himno, purifica nuestra pronunciación de todas las marcas de nuestra desgracia y nuestras insuficiencias. Y no contento con eso, acaba sustituyendo nuestra voz por la de Ella, pues nuestro timbre, tan menos eminente que el de María, vale apenas como un susurro que se une y se pierde en el cántico de Ella al Señor de la creación. De tal manera el foco de la predilección divina se concentró entero en esta Hija amada.
De este modo, la realeza de Nuestra Señora está en una conexión íntima con el hecho de que Ella es el canal de todas las gracias. Ella es Reina de todo, porque todo es pedido y otorgado por medio de Ella. Verdad ésta corroborada por el título de Omnipotencia Suplicante, con el cual los atributos regios de la Santísima Virgen se explican aún más: para ser genuinamente Soberana, es necesario que Ella tenga junto a Dios una influencia sin restricciones. Entonces, porque puede todo a los pies de Aquel que todo puede, por eso, Ella es Reina.

Poder sobre la mente y la voluntad de los hombres

Tomemos, ahora, el significado de la realeza de María vista en un ángulo aún más accesible a la consideración de los hombres.
Así como una reina terrena ejerce lo mejor de su dominio sobre la parte más noble de su reino, así también el gobierno de Nuestra Señora se reviste de particular excelencia cuando se trata de su imperio sobre el género humano, la parte más importante de su soberanía universal. Y como lo que hay de más noble en el hombre es el alma, podemos concluir que la plenitud de la realeza de la Virgen Santísima se verifica en el hecho de que Ella es Reina de nuestras almas.
Este maravilloso predicado mariano fue superiormente exaltado por San Luis Grignion de Montfort, al invocarla bajo el título de Reina de los corazones. Como corazón se entiende, en el lenguaje de las Sagradas Escrituras, la mentalidad del hombre, sobre todo su voluntad y sus designios, y no la mera sensibilidad, según la simbología moderna.

Dr. Plinio rezando en Saint-Laurent-sur-Sèvre, en octubre de 1988

Así, Nuestra Señora es Reina de los corazones mientras tiene un poder sobre la mente y la voluntad de los hombres. Este imperio, María lo ejerce, no por una imposición tiránica, sino por la acción de la gracia, en virtud de la cual Ella puede liberar a los hombres de sus defectos y atraerlos, con soberano agrado y particular dulzura, para el bien que Ella les desea.
Este poder de Nuestra Señora sobre las almas nos revela cuán admirable es su omnipotencia suplicante, que todo obtiene de la misericordia divina. Ella nos gobierna con una tan extrema suavidad que Él, como Eterno Juez, acabaría no pudiendo hacerlo en igual medida. Tan augusto es este dominio maternal sobre todos los corazones, que representa incomparablemente más que ser Soberana de todos los mares, de todas las vías terrestres, de todos los astros del cielo. Tal es el valor de un alma, aunque sea la del último de los hombres.

Reinar en los corazones, para reinar en el mundo

De esas consoladoras consideraciones se desprende, sin embargo, un grave corolario. Si es verdad que Nuestra Señora nunca es más plenamente Reina que cuando reina en los corazones y en la sociedad humana, hay que observar que, lamentablemente, es también verdad que poco se nota en el mundo contemporáneo una efectiva aceptación de esa realeza. El mundo fue cada vez más rompiendo con Nuestro Señor Jesucristo, con María Santísima, despreciando y relegando a segundo plano las enseñanzas y dictados de la Santa Iglesia. El resultado es ese auge de desorden en el que hoy vivimos.
Para que Nuestra Señora vuelva a reinar en las almas y sobre el género humano, es necesario que cada devoto de Ella tenga nostalgia de las épocas católicas en que brilló esa plenitud de la realeza mariana; que tenga, sobre todo, esperanza de una nueva era católica que vendrá de aquel Reino de María profetizado y descrito por San Luis Grignion en las páginas de su Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen, en la que todos los corazones y toda la civilización de buen grado estarán sometidos al dulce imperio de la Madre de Dios.
Pero, ¿será eso? ¿Debemos vivir sólo de una gran nostalgia y de una gran esperanza?
No. tenemos la posibilidad, cada uno dentro de sí mismo, de proclamar el Reino de María, de decir: «En mí, Madre mía, Vos sois la Reina. Yo reconozco vuestro derecho e intento seguir vuestras órdenes. Dadme luz de inteligencia, fuerza de voluntad, espíritu de renuncia para que vuestras determinaciones sean efectivamente acatadas. Aunque el mundo entero se rebele y te reniegue, yo te obedezco”. De este modo, siempre habrá, en medio de ese torrente de desorden, de podredumbre y de pecado, muchos brillantes puros y adamantinos, o sea, almas en que Nuestra Señora continúa a reinar, corazones que son otros tantos enclaves de Ella en la tierra, consagrados a Ella y a partir de los cuales podrá extender su dominio una vez más sobre el resto del mundo.

Soberana indestronable del cielo y la tierra

Un cierto espíritu escéptico podría objetar: «Pero Dr. Plinio, por lo que usted acaba de afirmar, se tiene la impresión de que Nuestra Señora, en relación al mundo de hoy, hace un poco el papel de una reina en el exilio, de esas ex-soberanas que viven en algún rincón, lejos de sus antiguos reinos. Podrán llevar una existencia con cierto lujo, hasta con cierto esplendor, pero ya no ejercen verdadero dominio. Si, como usted ha dicho, la Virgen es rechazada por una gran parte de la humanidad, Ella será por lo tanto una reina destronada.

«Sub tuum præsidium», estandarte procesional de la antigua Casa de Misericordia – Museo de la Iglesia de San Roque, Lisboa

Aquí hay un gran equívoco. La omnipotencia suplicante y tesorera de las misericordias divinas, Nuestra Señora, es Reina indestronable. Y cuando parece no dominar, es porque, en última instancia, está ejerciendo otra de sus prerrogativas regias: la de censurar y castigar a los que rechazan sus benevolencias. Si cualquier soberana, por más compasiva y materna que sea, tiene el derecho de reprender a sus súbditos rebeldes e infieles, a fortiori lo tendrá la Reina del Cielo y de la tierra. ¿Y puede haber peor castigo que el de no estar sujeto al gobierno y protección de la mejor de todas las madres?
En realidad, Nuestra Señora posee los medios para obtener de Dios -que siempre la atiende – gracias suficientes y hasta superabundantes para que todas las almas se salven. Estas, sin embargo, en virtud del libre albedrío, conservan la libertad de no corresponder a esas gracias. Y si la Santísima Virgen, a pesar de su insondable solicitud para con estas almas, permite que de Ella permanezcan alejadas, ha de ser, en última instancia, por un castigo enteramente conforme al ejercicio efectivo de su poder de Reina. Y si somos castigados por Ella, María sigue teniendo sobre nosotros todo el dominio que Ella entienda. Nuestras miserables pataletas, nuestros pésimos rechazos, no son sino movimientos eficaces en la medida en que Ella, por superiores designios de su justicia, lo tolere.

«¡Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfó!»

Sin embargo -como nunca será demasiado repetir y subrayar – Nuestra Señora es Reina y Madre de inagotables misericordias. Sabiendo, como Ella sola sabe que Dios no desea la muerte del pecador sino que él viva, la Santísima Virgen quiere la salvación de todos los hombres. Y puede, por una de esas maravillas de su inagotable clemencia, alcanzar de nuestro Señor una forma super excelente e irresistible de acción de la gracia, por la cual las almas rebeldes se dejen tocar y se conviertan, como que no queriendo, pero de hecho completamente libres, a la manera de San Pablo en el camino de Damasco. Tan iluminadas y tan auxiliadas de lo alto, que no tienen ni siquiera la tentación de una recaída.
Debemos entonces pedir a la Virgen que actúe así sobre las almas duras y empedernidas, para que éstas se abran a su realeza toda hecha de suavidad y benevolencia. Que ella rompa y quite, desde el fondo de esos corazones rebeldes, las resistencias abyectas, las pasiones desordenadas, las voluntades pésimas.
Y tengamos la entera confianza de que está en manos de la celestial Soberana el conquistar un número asombroso de almas, someter a los impenitentes, aquellos que hasta ahora se han hecho sordos a sus llamados. De manera que, en un día no muy lejano, podrá Ella proclamar: «Por fin -según la promesa que hice en Fátima- ¡Mi Inmaculado Corazón triunfó!»

(Revista Heraldos del Evangelio, agosto / 2018, n. 200, p. 26- 29)

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