Ante un proceso que parece avanzar triunfalmente hasta su siniestra culminación, la Providencia suscita una reacción irreversible como instrumento para el triunfo final del Inmaculado Corazón de María.
“Todas las tensiones y conflictos del mundo nacen por un profundo desequilibrio en el corazón humano. ¿Quién puede intervenir para sanar el corazón humano, curarlo y pacificarlo sino el mismo Dios? ¡Él es el médico que opera en lo más hondo!”
En estos días de Navidad, a menudo, la gracia nos invita a estar con Jesús en la gruta de Belén. ¿Y cuál es nuestra actitud? ¿Imitamos a los pastores que salieron corriendo para adorar al Niño Dios?
El advenimiento de Nuestra Señora en medio de la depravación que asolaba el mundo antiguo fue el marco de una nueva era para la humanidad. Su Inmaculada Concepción nos llama a la santa entereza en el amor al bien y en el odio al mal.
En el Adviento, tiempo litúrgico que antecede inmediatamente a la Navidad, la Iglesia motiva a los fieles a poner la nota tónica en dos virtudes a ser practicadas: la esperanza que alienta y la penitencia que duele. Porque se trata de disponerse a recibir al Niño que nace, y de celebrar en Él toda una vida redentora que va desde la gruta de Belén, hasta su Ascensión a los cielos, pasando por el Cenáculo y el Calvario.
“Haz que se acuñe una medalla según este modelo. Todos cuantos la lleven al cuello recibirán grandes gracias. Las gracias serán más abundantes para los que la lleven con confianza”.
El Reino de Dios está dentro de nosotros. Ahora bien, a pesar de ser pequeño en su extensión, él tiene un valor infinito porque costó la Sangre de Cristo. Por eso, cada uno de nosotros debe conquistarlo para Nuestro Señor, destruyendo todo aquello que, en nuestro interior, se oponga al cumplimiento de su Ley.