El deseo de todos los Pontífices: Jesucristo, Rey del Universo

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“Es todo un mundo que necesita ser rehecho desde los cimientos, que necesita ser transformado de selvático en humano de humano en Divino, es decir, según el corazón de Dios”.

El recordado Papa Pío XI, a inicios de su Pontificado (1922-1939), analizaba en su primera Encíclica las causas de las supremas calamidades que abrumaban y afligían al género humano. Manifestaba que “la mayoría de los hombres se habían alejado de Jesucristo y de su ley santísima”. Y esto lo veía tanto en sus vidas y costumbres, como en la familia y los gobiernos de los Estados. Concluía firmemente que nunca resplandecería la esperanza de una paz verdadera mientras se negase y rechazase el imperio de Cristo Jesús. Pues, “los hombres y las naciones, alejados de Dios, corren a la ruina y a la muerte entre incendios de odios y luchas fratricidas” (Encíclica Quas Primas, 4).

Preocupado por cómo veía al mundo y a los hombres, insistía en “revigorizar la paz”; tenía claro que sólo se obtendría, “procurando la restauración del reinado de Jesucristo”.

Fue así que instituyó la solemnidad de Jesucristo Rey del Universo, que hoy en día la encontramos en el último domingo del ciclo litúrgico, previo al comienzo del tiempo de Adviento. Lo animaba la dulce esperanza que la celebración de esta fiesta, cada año, impulsara a los hombres, a las instituciones, a los Estados, a volverse hacia el Divino Salvador del Mundo.

Para una mejor comprensión de la importancia de esta solemnidad, se hace indispensable tener una visión general de la situación del mundo en el último siglo.

Vemos claramente como hubo una continuidad en el proceso de “descristianización” a lo largo del siglo pasado; también se ha producido, a ritmo “acelerado”, en la segunda mitad, del mismo. Ante ese fenómeno, los Pontífices anteriores advirtieron sobre la situación por la que entraba la sociedad contemporánea.

El propio León XIII (1878-1903), instaba a que: “Al seno del cristianismo debe, por lo tanto, retornar la desviada sociedad, si quisiera el bienestar, el reposo y la salvación” (Parvenu à la vingt-cinquième année, 25). Era el “Instaurare omnia in Christo”, lema del pontificado de San Pío X (1903-1914). Consideraba que la sociedad temporal no se levantaría si la Santa Iglesia no pone sus cimientos, inspira y bendice sus trabajos: “Manifestamos que en la gestión de nuestro pontificado tenemos un solo propósito, instaurarlo todo en Cristo” (E Supremi Apostolatus, 4). Nacía allí la simbólica frase que expresaba su anhelo más profundo.

Ya, posteriormente a la institución de la solemnidad en la Encíclica Quas Primas, por el Papa Pío XI (11-12-1925), continuaron los pontífices resaltando la fundamental importancia de que Jesús Nuestro Señor, sea reconocido como rey del Universo.

Desde los cimientos

Era la propuesta del Papa Pío XII (1939-1958) al decir: “Es todo un mundo que necesita ser rehecho desde los cimientos, que necesita ser transformado de selvático en humano, de humano en divino, es decir según el corazón de Dios” (10-2-1952).

Era el “extender a los demás los frutos de la redención cristiana y propagarlos por todas partes” para que, “como levadura evangélica, penetre en las venas de la sociedad civil en que vivimos y trabajamos” en la Mater et Magistra (259) de San Juan XXIII (1958-1963).

La Iglesia -nos decía el Concilio Vaticano II en la Gaudium et Spes (45)-: “sólo pretende una cosa: el advenimiento del reino de Dios y la salvación de toda la humanidad”, pues todos caminamos como peregrinos, “con su amoroso designio: restaurar en Cristo todo lo que hay en el cielo y en la tierra”.

Era llevar la Buena Nueva a todos los ambientes – afirmaba San Pablo VI (1963-1978) – en que se ejerce una influencia para “transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad” (Evangelii nuntiandi, 18).

Era el profundo deseo de San Juan Pablo II (1978-2005) realzando la permanente validez del mandato misionero de Nuestro Señor Jesucristo: nadie puede sustraerse al deber supremo de “anunciar a Cristo a todos los pueblos” (Redemptioris Missio, 3).

Para Benedicto XVI (2005-2013), el “objetivo de la misión de la Iglesia es en efecto iluminar con la luz del Evangelio a todos los pueblos en su camino histórico hacia Dios, para que en Él tengan su realización plena y su cumplimiento” (29-6-2009).

Todas estas declaraciones nos muestran la íntima relación entre el orden espiritual y el orden temporal. Nos llevan a reconsiderar nuestro accionar personal (en su testimonio) y religioso (en su accionar apostólico) a todo momento, y en todo lugar. Es así que podremos decir que, no solo los religiosos sino los hombres y mujeres en general, se hacen partícipes de la obra redentora de Cristo Nuestro Señor, en todos los campos. Es como introduce el tema el Decreto del Concilio Vaticano II Apostolicam actuositatem (5), sobre el apostolado de los laicos, al decir que: “La obra redentora de Cristo, aunque de suyo se refiere a la salvación de los hombres, se propone también la restauración de todo el orden temporal”.

Esto nos muestra cómo el orden espiritual y el temporal, tan distintos, deben estar “intimamente relacionados en el único propósito de Dios, que lo que Dios quiere es hacer de todo el mundo una nueva creación en Cristo” (Ídem, 5). Lo “temporal”, el mundo, la vida de los hombres. Lo “espiritual”, lo eclesial, la Santa Iglesia. Temporal y espiritual tienen que vivir armónicamente. Recordemos el consejo de Nuestro Señor: “Vosotros buscad su reino, y lo demás se os dará por añadidura” (Lc 12, 31).

Así ocurrirá, según alentadoras palabras de Pío XI sobre la solemnidad de Cristo Rey, que: “si los hombres, pública y privadamente, reconocen la regia potestad de Cristo, necesariamente vendrán a toda la sociedad civil increíbles beneficios, como justa libertad, tranquilidad y disciplina, paz y concordia” (Quas Primas, 17). Y citando a León XIII concluía: “volverán los bienes de la paz, caerán de las manos las espadas y las armas, cuando todos acepten de buena voluntad el imperio de Cristo, cuando le obedezcan, cuando toda lengua proclame que Nuestro Señor Jesucristo está en la gloria de Dios Padre (Annum Sacrum, 33)”.

Por el P. Fernando Gioia, EP

Fuente: Gaudium Press

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