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Llama poderosamente la atención el silencio sobre el infierno, siendo citado por Nuestro Señor Jesucristo en los Evangelios repetidas veces: “fuego eterno”, “donde el gusano no muere”, “las tinieblas”, “el llanto y el rechinar de dientes.”

Impacta, vivamente, nuestra atención la visión y diálogo ocurrido durante la tercera de las apariciones en Fátima en julio de 1917, momento en que la Santísima Virgen muestra el infierno a los tres niños, Lucía de Jesús dos Santos, Francisco y Jacinta Martos con 10, 9 y 7 años respectivamente, diciendo a ellos: “visteis el infierno, a donde van las almas de los pobres pecadores. Para salvarlas, Dios quiere establecer en el mundo la devoción a Mi Inmaculado Corazón”.

Esta visión – relatada por la hermana Lucía – los dejó profundamente impactados. Mostraba una realidad que muchos dudan exista y, más grave aún, otros la silencian: “Vimos un mar de fuego y, sumergidos en ese fuego, a los demonios y a las almas como si fuesen brasas transparentes y negras o bronceadas, con forma humana … entre gritos y gemidos de dolor y desesperación que horrorizaban y hacían estremecer de pavor”.

Impresionante situación claramente señalada en el Catecismo de la Iglesia Católica (1033-1035): “Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión se designa con la palabra ‘infierno’”. Afirmando a continuación que: “La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, ‘el fuego eterno’”.

Conjunto de males sin mezcla de bien alguno, dogma de fe definido en el Concilio IV de Letrán (982), del que el Papa Pablo VI se lamentaba diciendo: “ya no se escucha el discurso sobre el cielo y el infierno” (28-4-1971).

Decía, en años más cercanos, Benedicto XVI que, ante la falta de moral y la modernidad que está invadiéndonos como terrible epidemia: “Jesús vino para decirnos que quiere que todos vayamos al paraíso, y que el infierno, del que se habla poco en nuestro tiempo, existe y es eterno para los que cierran el corazón a su amor (25-3-2007).

Llama vivamente la atención el silencio sobre el infierno, habiéndolo citado Nuestro Señor Jesucristo, en los Evangelios, repetidas veces, 15 para ser exactos. El mismo pontífice romano, respondiendo a preguntas de sacerdotes de Roma confirmaba que: “temas fundamentales de la fe, lamentablemente, aparecen raras veces en nuestra predicación. En la encíclica Spe salvi quise hablar precisamente también del juicio final, del juicio en general y, en este contexto, también del purgatorio, del infierno y del paraíso” (7-2-2008).

Extendería mucho este artículo poner las citas y los textos evangélicos, pero algunos vale la pena resaltar: Mt 5,22; Mt 10,28; Mc 9,43-48; Mt 13,41-50; Mt 13,50; Mt 22,13; Mt 25,30; Lc 16,28; Mt 25,41. Nos hablan del “fuego eterno”, “donde el gusano no muere y el fuego que no se apaga”, “tormento eterno”, “horno de fuego”, “las tinieblas”, “el llanto y el rechinar de dientes”.

Ese gusano roedor que no muere, terrible realidad del infierno – tormento mil veces peor que el fuego, en palabras de San Juan Crisóstomo -, es el remordimiento de consciencia que jamás abandona al condenado, saber que violó los mandamientos y el castigo es irremediable. Los teólogos llaman de “pena de daño” a esta desesperación suprema que tortura al condenado, saber que, por su culpa, por un placer fugaz, perdió el Cielo, no gozará de Dios y será condenado para siempre.

No pocos serán los que se preguntan cómo puede un Dios de bondad y misericordia atormentar con el fuego eterno a sus propios hijos en el infierno. Ante eso unos resuelven callar, otros relegar esta “espina” a un lugar oculto de su corazón, otros, lo combaten abiertamente.

Debemos decir, por el contrario, que el infierno es la expresión más señalada del Amor Divino. Como bien dice San Pablo, en el día del justo juicio de Dios: “Pagará a cada uno según sus obras” (Rm 2, 5-6). Dios, infinitamente misericordioso e infinitamente justo, no puede quedar indiferente ante las maldades que se hacen en este mundo. No pueden estar juntos en la otra vida: el asesino y el ladrón con el honrado; el egoísta y el caritativo; el puro y el lujurioso. Es evidente que no puede quedar tanta injusticia y maldad sin castigo.

Es el gran misterio de los castigos del infierno ante un Dios que desea la salvación de todos los hombres. Habiendo sido creados libres, quiere que nos comportemos como tales y no caigamos en la esclavitud del pecado a la que nos lleva el demonio. O sea, negar la posibilidad de condenarnos es negar la libertad del hombre. Dios ofrece la salvación, no la impone.

Recordando el decir del gran San Agustín: “Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti”, se concluye que no es falta de misericordia de parte de Dios, sino que cada persona acaba cayendo en los horrores del infierno por su propia elección. Bien decía un viejo sacerdote español en una homilía con un énfasis característico de su nacionalidad: “al infierno solo van los voluntarios”, somos nosotros los que libremente elegimos…

Antes o después, todos moriremos. En la puerta de un cementerio estaba escrito: Hodie mihi, cras tibi, que significa: “Hoy a mí, mañana a ti”. No sabemos cómo, ni cuándo, ni dónde. Al llegar la hora señalada, no hay en el mundo medicina alguna que pueda prolongar su vida sobre la tierra. Así como es la vida, así será la muerte: Tales vita finis ita, dice una antigua frase, “como se vive, se muere”; es decir: vida mala, muerte mala; vida buena, muerte buena. Si bien que hay conversiones de último momento, ellas son pocas, y no dan siempre la garantía de la salvación.

Con la muerte culmina en nosotros el estado de viajeros, más allá de ella no habrá posibilidad de cambiar el destino merecido. La muerte separa el alma del cuerpo, este va a la sepultura y se convierte en polvo; el alma, en cambio, constitutivo esencial de la persona, sigue viviendo.

En la liturgia eucarística la Iglesia implora la misericordia de Dios, que «quiere que nadie perezca, sino que todos lleguen a la conversión» (2 P 3, 9): “líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos”.

Es para ponerse en manos de la infinita misericordia del Sagrado Corazón de Jesús a todo momento, y especialmente en las cruciales circunstancias del llamado a la eternidad; en manos de la Santísima Virgen, mediadora universal de todas las gracias y Refugio de los Pecadores.

Por el P. Fernando Gioia, EP

www.reflexionando.org
Fuente: Gaudium Press

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