El Manto del Carmen
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“…el recuerdo del Amado volvía, por ejemplo, al ver un pajarillo cantar y percibir en Él el reflejo la dulzura del Señor. Al contemplar un riachuelo…”
La historia de la santa de hoy, María Magdalena, es de leyenda.
Mujer excepcional en todos los sentidos, rica, ciertamente hermosísima y llena de dones naturales, era presa bastante codiciada por un demonio que quiso adueñarse de su grande alma, algo que más o menos llegó a conseguir, al punto de que el Señor tuvo que liberarla de siete demonios (Cfr. Lc 8, 2), después de una segunda o tercera conversión.
Pero ella, en medio del sucio pecado, y por qué no imaginarlo, de una soberbia suprema de quien se creía en posesión de todo lo necesario, vio un día atravesarse en su camino al Bien de todos los Bienes, a la Perfección Infinita y a la vez creada. Al Pináculo del Orden del Universo.
Y la Magdalena, con su rápida y profunda inteligencia, con su aguda percepción, se da cuenta que ahí está el factor ordenador de todo, la cima de todo, la fuente de todo. No se quiso engañar a sí misma, y aceptó esa verdad. Y de esa verdad surgió un amor, como nunca había sentido, supremo.
Ella empezó a vivir algo de lo que carecían muchos ‘virtuosos’ (fariseos o futuros traidores como Judas), la admiración generosa y total por el Señor, cima del Orden del Universo: “Entonces una mujer pecadora que vivía en la ciudad, al enterarse de que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo, se presentó con un frasco de perfume. Y colocándose detrás de él, se puso a llorar a sus pies y comenzó a bañarlos con sus lágrimas; los secaba con sus cabellos, los cubría de besos y los ungía con perfume”. (Lc 7, 37-38)
Uno de los temas centrales de la espiritualidad del Prof. Plinio Corrêa de Oliveira era la admiración.
A grandes rasgos, él decía que la contemplación admirativa y serena del Orden de la Creación, no solo era el rendir un tributo debido a Dios reflejado en sus criaturas, sino que era algo formativo para la propia criatura humana.
Porque en el Orden de la Creación habitan justamente unas reglas de “orden”, que son reflejo de su orden interno divino, de su bondad divina. Y que quien admira desinteresadamente ese orden, termina inhalando y despertando en su alma el deseo del orden, la conciencia de la necesidad del orden interno, un orden amenazado y quebrado por el Pecado Original, recuperado y fortalecido por la gracia y auspiciado por el amor a Dios y su obra.
Un hombre internamente ordenado condice con el Orden del Universo, condice con el Autor del Orden del Universo. El Orden del Universo llama al orden interno del hombre. Un hombre en pecado choca con el Orden del Universo.
La Magdalena, como todos los hijos de Adán, tenía un ser dividido, pero en ella, bastante dividido.
Por un lado estaba su condición de pecado, de pecados graves, que incluso habían sido ocasión de posesión diabólica y no cualquiera. Pero al mismo tiempo, su corazón volaba con fuerza hacia la mayor encarnación del Absoluto posible en el Universo, el Verbo hecho Hombre en María.
Ella cuando veía al Señor, veía mucho, veía más que muchos, veía más que Marta, y entonces abandonaba todo, se extasiaba con todo lo de Él, con sus gestos, su voz, su doctrina, sus silencios, su porte, su bondad, su pureza, su grandeza. Él era el Amado, y cuando ella estaba en contacto con el Amado Él era su cielo, y vivía en el cielo.
Pero el Amado partía, y entonces volvían las malas inclinaciones, el peso de los malos hábitos, volvían los demonios que no querían soltar la presa, que habían hecho cuestión de su sucia honra el llevarla al infierno.
Y la Magdalena caía.
Caía, pero no moría la admiración a su Señor, que seguía habitando en esa alma que se había vuelto a tornar cueva de murciélagos. Sin embargo ahí seguía la embajada de Cristo en su interior, resistiendo, luchando, llamando a la conciencia, al reencuentro con el Amado. Era el propio Cristo resistiendo dentro de Ella los fieros ataques de satanás, un satanás que había vencido, pero que no era dueño absoluto de la plaza.
Y era por eso que cuando escuchaba que el Señor estaba en las cercanías, la embajada de Cristo en su alma tomaba impulso, y llevaba su ser al encuentro con el Señor, incluso sin miedo del horror que podría producir en el Maestro la realidad de su pecado, que sabía ella que Él vería. No era que ella no sintiera vergüenza, sino que el impulso hacia el Amado era irresistible, y hacia Él volaba.
Podemos imaginar que, incluso en medio del pecado y alejada del Señor, el recuerdo del Amado volvía, por ejemplo, al ver un pajarillo cantar y percibir en él el reflejo la dulzura del Señor. Al contemplar un riachuelo correr y pensar en Jesús, fuente cristalina inagotable de todos los bienes; al ver despuntar el sol, e imaginar como habría sido el nacimiento y la infancia del Niño Dios, Sol de Justicia, su Amado. Incluso, al considerar su propia belleza manchada, y pensar en el brillo de lo que ella sería si fuese completamente fiel a su Señor. El Universo entero le debía hablar del Amado, a toda hora, en toda su contemplación, de ese Amado que era el imán irresistible de su alma. Pero ella se sabía separada del Amado, hasta repelida por la pureza de su Amado.
Imaginar con detalles la división interna de la Magdalena es algo verdaderamente dramático. Y sobre todo la pregunta: ¿Quién vencería en su interior? ¿El demonio, su pecado, o su amor por el Amado?
La historia de la Magdalena tiene uno de los mejores ‘finales felices’ de todos los tiempos. El Amado venció en ella. Las dulces delicias de la contemplación del Amado, de la contemplación de todo el Universo en función de su Amado, terminaron venciendo los espurios gozos del pecado y los oropeles de satanás. Ella que se sabía miserable, reconoció su miseria y no dejó de contemplar y amar al Amado, y al final el Amado hizo que ella venciese todo, todas las batallas, porque nada se resiste al amor contemplativo del Amado.
Ella mereció ser la primera, ciertamente después de la Virgen, que vio al Señor resurrecto. Ella ahora está integrada en el coro de las vírgenes, de la más pura inocencia.
Toda una parábola, para nosotros, para nuestros días, para esta civilización del horror en la que muchos ya vuelven a pensar en el Amado.
Santa María Magdalena, ruega por nosotros…
Por Saúl Castiblanco