El deseo de la Iglesia ha sido, es y será siempre que los católicos comulguen a menudo y, siendo factible, diariamente, para inmunizar las almas, hasta donde sea posible, contra el pecado y hacer más íntimo el trato con Jesús. Por eso el enemigo infernal detesta la Eucaristía y hace todo lo que puede para que las personas se distancien, ignoren o incluso profanen el Pan del Cielo.
Los cristianos primitivos comulgaban todas las veces que asistían al santo Sacrificio. Al crecer el número de los bautizados, aumentó el de las Misas, aunque no progresó en proporción el de los comulgantes.
A fuerza de exhortaciones, lograron los Santos Padres que la mayoría los fieles comulgara con cierta regularidad, pero la Iglesia no pudo impedir que se fuese relajando la asiduidad de la Comunión; por cierto, no es posible precisar fechas exactas que pongan un marco a este vaivén en la frecuencia eucarística en los diversos lugares.
Al soplo de la gracia y de factores temporales varios, un saludable anhelo eucarístico se intensificó en el siglo XVI con el Concilio de Trento. Más tarde, la Comunión frecuente menguó nuevamente – al igual que la misma fe — por causa de la influencia del jansenismo, de la mentalidad racionalista y del indiferentismo religioso… que aún padecemos.
En todo caso, la poca asistencia de los católicos a la mesa eucarística, aun de los considerados fervorosos, provenía la mayoría de las veces de una formación un tanto rigorista de la conciencia. Es un error privarse de la Comunión por un sentimiento exagerado de indignidad propia. La verdad es que nunca mereceremos la Comunión, pero siempre nos será necesaria. Claro que sólo podremos recibirla si estamos en amistad con Dios, en estado de gracia. Cuanto a las faltas veniales y las imperfecciones que se cometen a diario – el justo peca siete veces al día — la recepción de la Comunión las borra.
El culto al Santísimo y la práctica de la Comunión conocieron en épocas no lejanas momentos de esplendor. Pensamos en las obras eucarísticas de San Pedro Julián Eymard en la segunda mitad del siglo XIX y su posterior repercusión mundial, o en el pontificado de San Pío X en los albores del siglo XX, que promovió la Comunión frecuente y la Comunión precoz.
Más cercanos en el tiempo, durante el período en que el Papa Wojtyla gobernó la Iglesia, dos acontecimientos eucarísticos merecen especial mención: la publicación de la encíclica Ecclesia de Eucharistia, magistral compendio del misterio eucarístico, y la venia dada a los fieles para poder comulgar dos veces al día, siempre y cuando la segunda Comunión sea recibida participando de la celebración de la Misa. Esta cláusula consta en el Canon n. 917 del Código de Derecho Canónico en vigor, promulgado en 1983. Es una normativa poco conocida, pero su alcance es inmenso, ya que muestra cuánto la Iglesia desea la familiaridad de los bautizados con el Santísimo Sacramento.
Ya en nuestro siglo, otro documento del magisterio pontificio es la Exhortación Apostólica Sacramentum caritatis del Papa Benedicto XVI, donde expone con impecable lógica y ardor, como se ha de creer, celebrar y vivir la Eucaristía. Allí se dice una verdad que quisiéramos ver mucho más testimoniada: “La mejor catequesis sobre la Eucaristía es la misma Eucaristía bien celebrada”. ¡Qué gran verdad! Porque la fe se expresa en el rito y el rito fortalece la fe.
Sabemos que es de precepto obligatorio para todo católico recibir la Comunión al menos una vez al año. También que la Iglesia estipula que se procure comulgar in articulo mortis, es decir, cuando el fiel está en serio riesgo de muerte. Con tacto de madre, la Iglesia manda la obligatoriedad de la Comunión anual, aconseja vivamente la Comunión frecuente, y llega a permitir el privilegio de que pueda ser recibida dos veces al día en las condiciones estipuladas.
Durante la llamada pandemia del COVID muchos fieles se vieron impedidos de acudir a Misa, de comulgar y de visitar al Santísimo; las iglesias fueron cerradas y en muchos lugares los sacramentos se tornaron impracticables o casi tanto… justo cuando más se hacían apremiantes. Fue doloroso.
En ese marco, no faltaron quienes decían que eso no era tan grave, que no había que exagerar, que la Eucaristía estaría siendo sobrevalorada, que siempre habíamos tenido momentos en la historia del cristianismo de personas que no pudieron asistir a la celebración o recibir la comunión y no por eso la fe se había derrumbado; en fin, que no había que obsesionarse con la Eucaristía, porque Jesucristo tiene también otras formas de presencia: la Biblia, los pobres, donde dos o más se reúnen en su nombre, etc. Muchos pensaron así y algunos llegaron a decirlo. Como se ve, son aseveraciones demasiado simplificadoras y hasta chocantes por lo que conllevan de subestima y de banalización del misterio eucarístico.
En sentido opuesto, veamos lo que pensaba y escribió en su tiempo San Pedro Julián Eymard: “Me obsesionaba la idea de que no hubiese ninguna congregación consagrada a glorificar al Santísimo con una dedicación total; debía existir esa congregación. Entonces prometía a María trabajar para ese fin (…) Amemos a la Eucaristía apasionadamente. Dirán “¡pero esto es una exageración!”. Pero ¿qué es el amor sino exageración? Exagerar es ir más allá. Pues bien, el amor debe exagerar. Quien se limita a hacer lo que es estrictamente su deber, no ama. Nuestro amor, para ser una pasión, debe sufrir la ley de las pasiones humanas (…) en el orden de la salvación es necesario también tener una pasión que nos domine la vida”.
En relación a la Eucaristía, entre la displicencia y la pasión, un católico sensato, en conformidad con la fe y la razón, optará naturalmente por la pasión.
A esa verdad siempre válida, sumemos otra, hoy particularmente oportuna: nada es más benéfico en los días críticos que nos toca vivir que la cercanía a los altares donde se inmola y se da en alimento el mejor de los amigos.