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¿Estamos en un mundo de ciegos? ¿Somos ciegos, debajo de cierto punto de vista? ¿Vivimos una ceguera espiritual? ¿Por qué no vemos, y hasta no oímos? ¿Cuáles son las causas y, más aún, los efectos? ¿Quién está detrás del querer que seamos ciegos?
Triste y dolorosa situación es la de no tener visión desde nacimiento o haberla perdido a lo largo de los años por diversas circunstancias, impidiendo guiarse libremente por los espacios físicos, haciéndolos dependientes de otros en humilde actitud, confiando en su auxilio.
Esta penosa circunstancia, de un mal que es indoloro pero bien digno de compasión, nos hace recordar el trecho del Evangelio que relata al pobre ciego Bartimeo, que no tenía acceso a gozar de las bellezas creadas por Dios, pero que exclamó confiante: ¡Señor, que yo vea! Lo comprendemos, pues cuanto mayor fuera la posibilidad de ver más tendría posibilidad de conocer y amar esas maravillas y alejarse de las tentaciones al pecado.
Algo más trágico encontramos en los momentos que nos han tocado vivir: la ceguera espiritual. Son aquellos que sepultan su corazón en la oscuridad por el rechazo de la luz de Dios, considerando que las verdades eternas no existen. El mundo moderno tiene más ciegos espirituales de lo que nos imaginamos, y nosotros mismos somos ciegos, en diversas circunstancias de nuestra vida.
“El número de los que sufren ceguera física, en el mundo, es insignificante en comparación con los ciegos espirituales. La ceguera de corazón alcanza una cantidad asustadora de personas en nuestros días. La fe se va tornando un privilegio de minorías”, comentaba el fundador de los Heraldos, Monseñor João Scognamiglio Clá Días.
Son aquellos que llevan una vida pseudo tranquila, sumergidos en los peligros de la tibieza, con su conciencia adormecida, no experimentando los beneficios del remordimiento, su fin último se apagó a sus ojos espirituales, quedaron sumergidos en la mediocridad.
No podemos dejar de preguntar cuáles son los efectos, que llevando a la persona al orgullo y la sensualidad es atropellada por pasiones desordenadas, su fe va disminuyendo, tornándose desobediente a la verdad y, sus pensamientos y esperanzas, ya no se dirigen a la eternidad, al Cielo.
San Pedro afirma que “el diablo, como león rugiente, ronda buscando a quién devorar” (1 Pe 5, 8), es una tentación constante, permanente, queriendo quitarnos la luz de la fe, transformarnos en ciegos. A todo momento intenta hacernos caer: sea mirando una revista, sea abriendo internet y entrando en páginas inconvenientes, etc., etc. Quiere que seamos ciegos.
“Si bien que es verdad que todas las partes de la Escritura están inspiradas por Dios y son útiles para instruir” – cómo es el momento de la cura milagrosa del ciego Bartimeo (Mc 10, 51) – “los salmos tienen una eficacia especial para suscitar en las almas el deseo de todas las virtudes” (San Pío X: Divino Afflátu), orientan nuestra vida y nuestros actos a las cosas de arriba.
Escuchar la voz de Dios
Dentro de su conjunto destaquemos el Salmo 95, es una invitación al pueblo de Israel, y a nosotros todos, a oír la voz de Dios y a mostrarse más dóciles que sus antepasados en el desierto, previniéndolos de tentar a Dios, pues habiendo sido testigos de milagros portentosos, exigieron un milagro en Meribá y en Masá. Nombres de gran simbolismo en la Sagradas Escrituras: Meribá significa “querella”, ellos querellaron a Dios en Refidim porque no les daba agua de la roca. Lo mismo sucedió en Cades, en que le tentaron – Massá significa “tentación”- también pidiendo un milagro (Ex 17, 1-7, Núm 20, 1-13): “Me pusieron a prueba, aunque habían visto mis obras”.
Actitud de desconfianza y rebeldía que persistió durante cuarenta años, con la triste consecuencia del disgusto del propio Dios, decidiendo que no entraran en la tierra de Canaán. Sentenciando al “corazón extraviado” que, por no seguir las sendas y preceptos del Señor, fueron excluidos del reposo prometido en la tierra de promisión. Fue una exhortación a la docilidad seguida de una increpación, recordando las rebeldías en el desierto, en el primer año del éxodo antes de llegar al Sinaí.
“Escuchar” en el sentido bíblico es una invitación a la obediencia, a adherir dócilmente, impidiendo desviarse por otras trayectorias que no son los de Dios, a seguir sólo esa voz, hacia la conversión y la reconciliación con Dios.
Fueron cuarenta años causando disgustos al Señor, continuando en caminos que no eran los de Dios, por eso rehúsa, a este pueblo ciego la tierra y los bienes mesiánicos que le había prometido con todo su amor. Demoraron el arrepentimiento, permaneciendo en sus propios pecados, a la espera de una acción misericordiosa de Dios de último momento.
El apóstol San Pablo, bien alerta a: “vigilar, a no tener un corazón malvado y sin fe que les haga apostatar del Dios vivo”, para “que nadie se endurezca por la seducción del pecado” (Hb 3, 12-13), situación que produce incredulidad, llevando a una vida perversa.
En nuestros días, podemos decir que el Mensaje de Fátima ha sido un llamado que contiene una advertencia, pero también un premio, si “atienden a mis pedidos, tendrán paz”. Pero, el corazón de los hombres se fue “endureciendo” a lo largo de los decenios posteriores al año 1917 de las apariciones y del Mensaje de la Virgen. La advertencia de un castigo anunciado por una aurora boreal, ocurrida poco tiempo antes del inicio de la segunda guerra mundial, – “cuando veáis una noche iluminada por una luz desconocida, sabed que es la gran señal que Dios os da de que va a castigar al mundo por sus crímenes” – de nada valió, los hombres siguieron con el corazón endurecido. Millones de muertes dejó esa guerra destructiva.
¡Cuántos ciegos – y también sordos – a la voz profética de advertencia de la Virgen en Fátima, encontramos hoy!
La humanidad necesita volverse hacia la Madre de Dios exclamando, por medio de Ella al Divino Redentor del Mundo, el mismo pedido del ciego Bartimeo: “¡Señor, que yo vea!”, así, no endureceremos nuestro corazón ante la voz del Señor.
Por el P. Fernando Gioia, EP