Esplendor de un Corpus Christi indígena

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Salgamos un poco del contexto del mundo actual, tan envenenado por vientos de pecado, de guerra y de catástrofes naturales – no para “escapar” de la realidad sino para nutrir el alma — y retrocedamos unos 350 años en el tiempo para aterrizar en lo que otrora se llamó Paracuaria, la provincia jesuítica en tierras guaraníes que abarcaba partes de los territorios de lo que hoy son Paraguay, Brasil, Uruguay, Bolivia y Argentina. Vamos a visitar un poblado indígena en un día de Corpus. Los datos reproducidos aquí son tomados del libro “Las Misiones Jesuíticas en 1687” publicado en Pamplona en aquel año y reeditado en Buenos Aires por la Academia Nacional de Historia en 2008.

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Cada pueblo o reducción se empeña en engalanar la iglesia, la plaza y las calles. Claro que no hay costosas tapicerías ni pomposos altares, más una exuberante originalidad meridional que bien puede equivalerse a las riquezas de las celebraciones europeas como veremos a seguir.

En las calles se arman y adornan unos arcos triunfales distantes de algunos pasos, unidos el uno con el otro por enrejados de cañas y maderas labradas y pintadas. En lo alto de cada arco se ve una imagen de talla o pincel, de la Virgen o de algún santo patrono, y en vez de colgaduras decorativas como se ven en España, se ponen aves de bonitas plumas y colores que pueblan aquellas latitudes, asidas sus patas por hilos de manera a aletear en el lugar.

Los indígenas sacan de aquellos ríos caudalosos los peces más vistosos, también traen de los campos animales diversos y a veces hasta fieras bravas; y quienes no pueden aportar algo mayor, traen perdices, gallinas, pavos, palomas, etc. Todos esos animales, en cuanto lo permite su naturaleza, se entregan vivos a los caciques, a cuyo cargo está cada arco, para servir de decoración y de homenaje al Santísimo. Buscan también por los montes y selvas apetecibles frutas, legumbres, semillas y raíces. Los peces se colocan en canales abiertos preparados para la ocasión y los animales indóciles en jaulas o atados con cuerdas. Piedras ornamentales de formas y coloraciones vistosas sirven igualmente de ornato a la ruta del Santísimo. Por su parte, las mujeres labran la masa de trigo, de harina de maíz y de mandioca, produciendo curiosidades que, cocidas al horno, proporcionan aromas agradables.

Así se atavían todas las calles por donde va a pasar la procesión cuyo suelo está alfombrado de flores y hierbas olorosas o de esteras de trigo, maíz y legumbres que posteriormente se arrojarán a la tierra para que den fruto, porque los nativos creen devotamente que, pisadas por el sacerdote que lleva el Santísimo, fructificarán con mayor brío. Durante la procesión, músicos con instrumentos y coros de voces se alternan y hay variedad de graciosas danzas.

Lo más hermoso es la suma devoción que se observa en los nativos; guardan una disciplina admirable, llevan las manos puestas en oración y, cuando no se oye un rezo, una copla o una música instrumental, reina un respetuoso silencio, lo que se nota hasta en los muchachos y en los niños. Terminada la procesión, los comestibles que adornaban el paso del Santísimo son llevados a la plaza central y allí los fieles los comparten con el párroco. También una parte es encaminada a los enfermos. Aún por la noche se pueden ver repiques, fuegos, cantos y animados juegos.

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Encanta ver el inventivo y la ingenuidad de esos naturales en su empeño de honrar al Señor Sacramentado. Es la diversidad de las creaturas, hombres, animales, vegetales y minerales, honrando a su Creador. La sociedad entera se volcaba a este acto de alabanza a Dios, haciéndolo con todo el esplendor que las circunstancias permitían. Hay en estas manifestaciones una concepción estética del culto debido a Dios, una idea armoniosa de cuánto las creaturas están ordenadas a ese culto, bien como un amor a la belleza, tanto en las grandes líneas como en los detalles. Así triunfaba Jesucristo en aquellas tierras donde poco antes era desconocido y, tantas veces, ofendido.

El Cardenal Pacelli, futuro Pio XII, Legado Papal durante el XXXII Congreso Eucarístico Internacional de 1934 en Buenos Aires, discursando sobre las fiestas de Corpus de las reducciones jesuíticas afirmó: “Cantan y bailan los naturales con inocencia de paraíso y con ritmo bíblico en torno del arca de la Nueva Ley; los bosques dan sus ramas y sus pájaros, la tierra sus flores y sus frutos; hasta los ríos dan sus peces para simbolizar de un modo a la vez primitivo y sublime, que es del Señor la tierra y su plenitud; Jesús, desde la Hostia Santa se siente rodeado de corazones coronados con macizas virtudes evangélicas (…). Allí se veia realizada, como quizá no se ha realizado jamás en la historia, la idea central del presente congreso, el Reinado de Jesucristo en lo que tiene de íntimo para el alma y en lo que tiene de majestuoso para los pueblos. Ni una sola alma, ni una sola institución, podían esquivar los rayos del sol de la Eucaristía. (…)” (Cfr. Sernani, Giorgio. “Dios de los corazones”. Buenos Aires. Editorial María Reina. 2010). Subrayemos dos afirmaciones: “Allí se veía realizada, como quizá no se ha realizado jamás en la historia, el Reinado de Jesucristo”. Y esta otra: eran “corazones coronados con macizas virtudes evangélicas” ¡No es decir poco!

En las reducciones jesuíticas no solo floreció la fe, también se vieron notables expresiones culturales en muchos ámbitos. Aquellas comunidades hubieran progresado aún más si la envidia y la ambición de torpes cortesanos en Europa y en América no hubieran promovido el cierre de la Compañía de Jesús y, como consecuencia, el fin de las misiones. Más, hay que decir que la fe está muy viva en esas latitudes, lo que hace pensar en lo dicho por San Pablo a los corintios: “Yo planté, Apolo regó, pero fue Dios quien hizo crecer” (1Cor 3,6).

Quienes se dan a la tarea evangelizadora lucrarían meditando estos logros apostólicos del pasado. Dirán: “¡Pero hoy las cosas han cambiado, actualmente las realidades son otras!” La verdad es que el Evangelio es siempre el mismo y la sed de Dios permanece. Se trata de concebir una correcta inculturación…

Padre Rafael Ibarguren, Heraldo del Evangelio

Consiliario de Honor de la Federación Mundial de las Obras Eucarísticas de la Iglesia
Fuente: Gaudium Press
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