Domingo 12 de enero
Lectura del libro de Isaías 42, 1-4. 6-7
Esto dice el Señor:
«Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, en quien me complazco.
He puesto mi espíritu sobre él, manifestará la justicia a las naciones.
No gritará, no clamará, no voceará por las calles.
La caña cascada no la quebrará, la mecha vacilante no lo apagará.
Manifestará la justicia con verdad. No vacilará ni se quebrará, hasta implantar la justicia en el país. En su ley esperan las islas.
Yo, el Señor, te he llamado en mi justicia, te cogí de la mano, te formé e hice de ti alianza de un pueblo y luz de las naciones, para que abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la cárcel, de la prisión a los que habitan las tinieblas».
Salmo 28, 1a y 2.3ac-4.3b y 9b-10
Hijos de Dios, aclamad al Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor, postraos ante el Señor en el atrio sagrado.
La voz del Señor sobre las aguas, el Señor sobre las aguas torrenciales.
La voz del Señor es potente, la voz del Señor es magnífica.
El Dios de la gloria ha tronado. En su templo un grito unánime: ¡Gloria!»
El Señor se sienta por encima del diluvio, el Señor se sienta como rey eterno.
Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles 10,34-38
En aquellos días, Pedro tomó la palabra y dijo:
«Ahora comprendo con toda la verdad que Dios no hace acepción de personas, sino que acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea. Envió su palabra a los hijos de Israel, anunciando la Buena Nueva de la paz que traería Jesucristo, el Señor de todos. Vosotros conocéis lo que sucedió en toda Judea, comenzando por Galilea, después del bautismo que predicó Juan. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él».
Evangelio según san Mateo 3, 13-17
En aquel tiempo, vino Jesús desde Galilea al Jordán y se presentó a Juan para que lo bautizara.
Pero Juan intentaba disuadirlo diciéndole:
«Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?»
Jesús le contestó:
«Déjalo ahora. Conviene que así cumplamos toda justicia».
Entonces Juan se lo permitió. Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrieron los cielos y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre él. Y vino una luz de los cielos que decía:
«Este es mi Hijo amado, en quien me complazco».
Comentarios al Evangelio Fiesta Bautismo del Señor por Mons. Joao Scognamiglio Clá Dias, EP
[…] El alma es divinizada
Sí, filiación real, porque por medio de este Sacramento [el Bautismo] Dios injerta en nosotros su propia vida. No como lo es, un reboque extrínseco a una pared y que no la modifica internamente, sino como si alguien, por milagro, inyectase oro en esa misma pared, al punto de casi no verse más arena o yeso, pero sí el precioso metal. Esta figura todavía es inadecuada y pobre para expresar lo que sucede en el alma cuando le es infundida una cualidad sobrenatural que la hace deiforme, o sea, semejante a Dios en su propia divinidad. Y con la gracia santificante el alma recibe, por acción divina, las virtudes –fe, esperanza, caridad, prudencia, justicia, fortaleza y templanza- y los dones del Espíritu Santo –sabiduría, entendimiento, ciencia, consejo, piedad, fortaleza, temor-, por los cuales comienza a obrar como Dios.
En este mundo, ¿cuántas veces las personas anhelan un lugar en una universidad, un trabajo, un club u otros lugares que las puedan prestigiar? Ahora bien, en el Cielo tenemos reservado un lugar eterno, un trono extraordinario, una corona de gloria, a partir del momento en que las aguas bautismales caen sobre nuestra cabeza, constituyéndonos herederos de Dios y garantizándonos la convivencia con Él en una felicidad sin fin.
El gran problema de nuestros días es haber sido olvidada esta verdad. Vivimos en una civilización –si así podemos llamarla- hecha de pecado, especialmente la impureza, la rebelión contra Dios y el igualitarismo. En ella la humanidad ignora lo principal de su existencia: el llamamiento para esa filiación divina. ¡Cuánto precisaríamos crecer en la devoción a nuestro Bautismo personal, al Bautismo de los otros con quienes nos relacionamos! ¡Que veneración deberíamos conservar por la pila bautismal donde fuimos bautizados! ¡Cómo tendríamos que celebrar con fervor el día de nuestro Bautismo considerándolo mucho más importante que el propio día del nacimiento, porque en él nacemos para la vida sobrenatural, nacemos para el Cielo! He aquí la maravilla que nos recuerda el Bautismo de Nuestro Señor Jesucristo.
CLÁ DIAS EP, Monseñor João Scognamiglio. In: «Lo inédito sobre los Evangelios” Volumen I, Editrice Vaticana