¡Asunta al Cielo! – Solemnidad de la Asunción de la Virgen

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¡Asunta al Cielo!  – Solemnidad de la Asunción de la Virgen

¿A qué católico fervoroso no le gustaría presenciar, aunque fuese por breves momentos, los misteriosos y sublimes hechos sucedidos antes, durante y después de la Asunción de la Santísima Virgen al Cielo? Para saciar un poco esta curiosidad, el Dr. Plinio Corrêa de Oliveira expone de una forma muy didáctica y atrayente algunas revelaciones privadas de Sor María de Ágreda al respecto de este misterio de la vida de María Santísima.

La narración sobre la Asunción se sitúa en el momento en que Nuestra Señora murió y su alma santísima fue llevada al Cielo. Ella describe entonces, por ocasión de la muerte de Nuestra Señora la entrada de su alma al Cielo mientras que su cuerpo permanecía en la tierra. Se dio la separación de ambos, cuerpo y alma. Se trata de estudiar entonces cómo se dio la Asunción.

Consideremos a Nuestra Señora en el Cielo gozando el deleite inefable de la visión directa de Dios. Ella ya había tenido innumerables veces en la tierra gracias de carácter místico. Además, había visto innumerables veces a Nuestro Señor Jesucristo en su Humanidad Santísima. No son cosas iguales. Una cosa es haber visto a Nuestro Señor en su Humanidad Santísima, otra es tener una gracia insigne de haber visto a la Santísima Trinidad en el Cielo. Es verdad que Nuestro Señor Jesucristo es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad hipostáticamente unida a la naturaleza humana, pero una cosa es ver el Cuerpo Sacratísimo de Él, percibiendo su Alma humana que trasparece en el Cuerpo, viendo así la Divinidad hipostáticamente ligada a esa Alma, y otra cosa es ver la Divinidad cara a cara. Esta visión altísima la tienen, en grados diferentes, todas las almas que están en el Cielo. Es incluso, como ustedes saben bien, el gran gozo del cielo: ver a Dios cara a cara.

Entonces debemos imaginar a Nuestra Señora siendo beneficiada por este gozo en el más alto grado concebible, imaginable por nosotros, porque como Ella tuvo una santidad inexpresable e insondable por una simple criatura humana, por esto mismo lo que Ella conoció de Dios Nuestro Señor y conoce actualmente es algo de lo que ni siquiera podemos tener una idea; y, por tanto, también la inundación de felicidad, de alegría que su alma recibía por estar viendo a Dios así y por conocerlo tan bien, es verdaderamente inefable.

Pues bien, Ella es invitada a dejar el Cielo y volver de nuevo a la Tierra, pero esta vez en condiciones profundamente diferentes, pues venía solamente a reasumir su cuerpo sagrado y llevar su cuerpo al Cielo. Razón por la cual María de Ágreda nos describe de una forma muy metódica la situación anterior a la Asunción, en primer lugar; después, en segundo lugar, el llamado para ir a la Tierra. Ahora, Ella obedece al llamado —es el tercer punto de la exposición—, y se puede ver cómo se organiza la ida de Nuestra Señora a la Tierra. Nuestro Señor Jesucristo viene personalmente con Ella y, de un modo simbólico, tomándola de la mano, porque un alma no tiene manos. ¿Qué quiere decir ese “tomándola de la mano”? Durante el Ancien Régime, en el cual María de Ágreda escribía, cuando un rey quería conducir a una persona, una dama de alta categoría, en general, a algún lugar de honor, la tomaba de la mano por encima de ésta. Él hacía un gesto, mostrando su mano de cierta forma, y la iba conduciendo. El mayor honor para una señora era ser conducida así por el rey. Entonces, Nuestro Señor confirió a Nuestra Señora un honor a la manera de como un rey en la tierra lo confiere, conduciendo así a una señora. Y él bajó con Ella acompañado de un cortejo incontable de Ángeles y santos, que llegaron hasta su sepultura. Una vez llegaron a ella, Nuestro Señor se detuvo, junto con todo el cortejo, y el alma de María penetró sola dentro del sepulcro, uniéndose nuevamente al cuerpo que estaba allí tranquilo como en un sueño, en una actitud tan parecida con una persona que está durmiendo que la Iglesia no habla propiamente de la muerte de Nuestra Señora, sino de la dormición de Nuestra Señora. Aquel cuerpo purísimo, castísimo, regio, majestuoso, materno, pero muerto, pagando el tributo que todos los mortales pagaron, la muerte, y que Ella pagó porque quiso hacerlo, aquel cuerpo en medio de envoltorios, de sábanas, de sudarios, etc., que la recubrían según la antigua costumbre judía, aquel cuerpo que yacía allí en la sombra del sepulcro. El alma penetra sin abrirlo, y es natural, porque un alma no es detenida por ningún obstáculo, y después penetra en el cuerpo, haciendo que éste se mueva inmediatamente. Pero como ese cuerpo había recibido los cuatro dones del cuerpo glorioso, conferidos por Nuestro Señor a Ella en su Asunción –estar presente en todos los lugares, trasladarse con suma rapidez, atravesar cualquier cuerpo compacto e impasibilidad–, por ese don, el cuerpo santísimo de María salió de dentro de los envoltorios que la ataban sin romper ninguno de ellos, cubierto únicamente con la túnica que Ella debería llevar. Después salió del sepulcro sin haber abierto la puerta de éste, una gloria más esplendorosa que aquella que fue patente a Santa María Magdalena por ocasión de la muerte de Nuestro Señor. Santa María Magdalena vio el sepulcro abierto. Con Nuestra Señora no. Ella salió con el sepulcro cerrado.

Pueden ustedes ver bien lo que estaba recordado en esto: Nuestro Señor Jesucristo que dejó el cuerpo virginal de Nuestra Señora, haciendo que Ella fuera Virgen no sólo antes, sino durante y después del parto. Non horruisti Virginis uterum 1, dice el Te Deum 2. Es decir, Ella en nada fue dilacerada saliendo, por la salida del cuerpo de Nuestro Señor. Para recordar esto también, su cuerpo santísimo, ya restaurado, sale de dentro del sepulcro recordando su integridad virginal. Y se une entonces a todos los que estaba allí a la espera, siendo recibido con indecible alegría en la gloria de su resurrección. Dice María de Ágreda que estaban allí algunos Apóstoles rezando, y que ellos tuvieron la enorme alegría de ver a Nuestra Señora pasando, pudiendo también venerarla.

Después de eso, Nuestra Señora se presenta a Nuestro Señor, se presenta a todas las otras almas que estaba allá, y es objeto de todo homenaje, de toda veneración de todos los que estaban allí presentes. Pero especialmente Sor María de Ágreda menciona las siguientes personas: en primer lugar, San José. Es muy natural, porque San José era esposo de Nuestra Señora. Y, si bien él fuera virgen y Ella también lo fuese, había entre ellos un vínculo de alma constituido por el matrimonio, y correspondía a este vínculo una afinidad de alma, porque aquel matrimonio fue constituido por Nuestro Señor. El Padre Eterno escogió a San José para ser marido de Nuestra Señora, porque la personalidad de San José era tan alta, tan excelsa, que convenía para su ser esposo. Él escogió a Nuestra Señora para ser esposa de San José, porque él era un santo tal que le era adecuado tener por esposa a la Esposa del Divino Espíritu Santo. De manera que realmente se constituyó una afinidad de alma. Entonces, San José tenía para con Nuestra Señora una devoción ardentísima, que era derivada del hecho de conocerse y de ser unidísimos de alma, aunque de un modo perfectísimamente casto; en segundo lugar, porque Nuestra Señora era su esposa; en tercer lugar, porque Nuestra Señora era Madre del Verbo Encarnado.

Ustedes pueden imaginar entonces la alegría del alma de San José viendo por fin el cuerpo de Nuestra Señora unido a su alma, y Ella —con todo el esplendor que presentaba en la Tierra—, con un esplendor aún mayor. ¿Por qué mayor? Porque los cuerpos resucitados son cuerpos resplandecientes. Arrojan luces por todos lados, son perfectos. El cuerpo de Nuestra Señora era perfecto antes, sin duda, pero no tenía la gloria que tuvo después de resucitado. Más aún, la persona es resucitada en la edad perfecta. Una persona que muere, por ejemplo, con 90 años, no resucita como un anciano de 90 años, sino que resucita como un joven en la perfección de su edad, y parece que la perfección de la edad son los 33 años, edad en que murió Nuestro Señor Jesucristo. Ella resucita, por tanto, en su apogeo físico, pero también en su apogeo espiritual, y ahí la madurez del cuerpo y la madurez del alma se unen.

Es decir, Nuestra Señora fue creciendo continuamente en gracia y en santidad, y cuando Ella murió, era mucho más santa, por increíble que parezca, de lo que era cuando San José murió. Y cuando él la vio resucitada, la vio en toda la santidad que Ella debía alcanzar según los planes de Dios y que, de hecho, alcanzó. Esa santidad, trasluciendo en toda su persona y marcando su persona con una belleza incomparable. Ustedes pueden imaginar la veneración de esa alma, la alegría, la profunda unión que Ella sintió, y la alegría de Nuestra Señora en verse así comprendida y homenajeada por San José, viendo que en Ella San José de hecho comprendía y homenajeaba al Verbo Encarnado que había nacido de Ella, y las tres Personas de la Santísima Trinidad.

Estaban también San Joaquín y Santa Ana, los padres de Nuestra Señora. Era justo que, habiendo ellos dado a Nuestra Señora al género humano, ellos asistieran en un lugar de destaque la resurrección. Y ustedes saben cuál es la propensión natural que tienen los padres por sus hijos, sobre todo cuando son excelentes padres. Ustedes saben también y pueden bien imaginar cómo ellos en vida meditaron sobre la personalidad de Nuestra Señora y la conocían perfectamente, y cómo estaban, por tanto, listos para comprender y amar esta Hija incomparable que de repente aparecía delante de sus ojos. Pueden imaginarse el entusiasmo y la veneración que ellos tuvieron.

Faltaba alguien. Se podría pensar entonces en Santa Isabel, en San Juan Bautista, en San Juan Evangelista (aunque San Juan Evangelista estaba vivo, no podía ser). ¿Quién o quiénes eran entonces los escogidos para homenajear a Nuestra Señora? Es posible que se sorprendan un poco: ¡Adán y Eva! Sin embargo, es algo profundamente bien pensado. Ellos eran los padres del género humano, como ustedes saben. Ellos se arrepintieron del pecado que cometieron, sufrieron mucho en la tierra y fueron llevados por Dios al Cielo.

Nuestra Señora presentándose a Dios resucitada era la primera entre las meras criaturas que lo hacía en esas condiciones. Nuestro Señor Jesucristo resucitó, es verdad, pero Él era el Hombre-Dios, Él no era una mera criatura, al contrario de Nuestra Señora, que sí lo era. Fue, por tanto, una gloria para todo el género humano, desde Adán y Eva hasta el último hombre que dé el último suspiro en la tierra, o que asista, sin morir, la venida de Nuestro Señor Jesucristo para el Juicio Final; desde el primero hasta el último es una gloria y es una gracia que Nuestra Señora haya resucitado de los muertos.

Se comprende entonces que los primeros padres del género humano estuvieran allí presentes, y que ellos, que contemplaron tantas desgracias causadas por sus pecados, contemplaran también el remedio que Dios dio a ese pecado, haciendo nacer a Nuestro Señor Jesucristo y glorificando de tal manera a la Madre Inmaculada de Nuestro Señor Jesucristo. Se puede percibir cómo esto está bien pensado, y se puede imaginar para Adán y Eva cuánta consolación, pues ven por fin esta Reina que era su alegría y su gloria revestida de tanto esplendor.

El cortejo que se constituyó para volver al Cielo fue el mismo, pero con una diferencia. Cuando se trataba de venir a la Tierra, Nuestro Señor y Nuestra Señora iban de primeros. Al volver al Cielo, el cortejo fue en orden inverso. Cuanto menos importante más adelante, y los más importantes iban atrás. Por tanto, Nuestro Señor y Nuestra Señora iban de últimos en el cortejo. La razón es que, cuando vinieron a la Tierra, ellos bajaron para operar una acción, gloriosa sin duda, pero que no era la gran glorificación que era la Asunción. En la glorificación se dio un cortejo de honor, en los cuales conviene siempre que los personajes secundarios vayan al frente y los primeros atrás, para que los segundos como que abran caminos para los primeros./

Podemos entonces imaginar el desfile maravilloso de las almas elegidas y de los Ángeles que fueron a recibir a Nuestro Señor entrando al Cielo, por así decir, gradualmente, como un desfile espléndido. Ángeles aguerridos. Podemos imaginarlos blandiendo armas y cantando himnos de gloria, santos perfectísimos, encantados con Dios, cantando las glorias de Dios y cánticos de triunfo. El Cielo entero empezó a cantar cuando Nuestro Señor, llevando a Nuestra Señora por la mano, ahí sí en el sentido físico de la palabra, entra en el Cielo y la lleva hasta el trono de la Santísima Trinidad.

Aparece, sin embargo, una dificultad: la narración termina de un modo tan elevado que, cuando yo estaba leyéndola para hacerles a ustedes la exposición, me pregunté: “¿Cómo termina eso? Porque después de eso un punto final… ¿Esto tiene un punto final?”

Las grandes perspectivas son perspectivas en que uno no se da cuenta del fin. Por ejemplo, la parte central del parque de Versalles, que tiene una especie de gran alameda de agua llamada le tapis d’eau, el tapete de agua. Por un lado, está el castillo, por el otro lado, no pudiendo colocar otra cosa, elaboraron un panorama que no tenía nada al fondo.

¿Cómo es que María de Ágreda, más aún, cómo es que Dios, que reveló las cosas a María de Ágreda, habría de solucionar este problema: el final de esa narración? ¿Cómo presentarla a espíritus humanos ávidos de sabiduría y, por tanto, propensos a analizar punto por punto las cosas? La narración no podía acabar de un modo más bonito. Nuestro Señor presenta a Nuestra Señora, que se inclina delante del trono de la Santísima Trinidad, y las Tres Personas de la Santísima Trinidad juntas circundad a Nuestra Señora y la abrazan. Ella se deleita en este circuito de Vida trinitaria que, sin propiamente entrar en Ella en cuanto vida increada, la inunda sin embargo de gracias y la coloca en lo máximo de la intimidad con las Tres Personas de la Santísima Trinidad. ¡Punto final!

Realmente no podía terminar mejor. Así también termino yo.

por Plinio Corrêa de Oliveira

Notas:
1 Del latín: “No rechazaste el seno de la Virgen”, traducido también en el sentido de “no dilaceraste el seno de la Virgen”.
2 Himno creado, según la tradición generalmente aceptada, por San Ambrosio y San Agustín, usado por la Liturgia como cántico de alabanza en ceremonias y fiestas litúrgicas de gran solemnidad.

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