Bastan cinco panes y dos peces
El hábito de la adoración eucarística conduce, naturalmente, a la práctica de la Comunión sacramental
El hábito de la adoración eucarística conduce, naturalmente, a la práctica de la Comunión sacramental. No se concibe un asiduo visitador del Santísimo y hasta metódico en sus compromisos de adoración semanal o mensual, que no aspire a disfrutar ese momento ápice de la vida del alma que es cuando se recibe el Pan de Vida. Ahí, más que una visita o un encuentro con el Señor, es una íntima comunión. Entretanto, suele darse esa incongruencia: subestimar la Comunión, aunque se honre al Santísimo visitándolo.
¿Por qué sucede esto? ¿Escaso amor de Dios? ¿Formación deficiente? ¿Falta de confesión sacramental? ¿Letargo espiritual? ¿Alguna otra razón?
Entre esas causas evocadas que llevan al alejamiento de la Comunión, la falta de formación o de instrucción, ocupa sin duda un puesto saliente. Porque para vivir la fe es necesario conocerla, teniendo datos al menos suficientes que iluminen la inteligencia y motiven la voluntad. Esos conocimientos serán después fecundados por la gracia de Dios y producirán frutos; es así que se da la marcha ascensional en la vida espiritual.
Ahora, conocimiento no significa erudición, ni siquiera saber de memoria el catecismo de los principiantes. En el caso que nos ocupa, conocer equivale un poco a los cinco panes y dos peces de que se sirvió el Señor para operar el milagro de la multiplicación (Mt 14, 17). Poniendo de nuestra parte algo – que podrá ser poco, pero ofrecido con amor – Dios hace lo demás. Este “algo” importa aquí en una comprensión básica del misterio eucarístico, y, por supuesto, en un amor sincero a Jesús, presente en las especies consagradas. Por lo tanto, no es sólo conocer, es también amar; el conocimiento y el amor van de la mano, se incitan mutuamente. Y ambos son un don de Dios.
Para motivar ese caminar en lo que se refiere a la Comunión sacramental, son preciosas las digresiones que hace el Padre Tomás de Kempis en su conocida obra “Imitación de Cristo” sobre los beneficios que ocasiona la recepción de la Comunión. Al enumerarlos, el Padre Kempis no hace más que reflejar las enseñanzas de la Iglesia sobre el tema.
Dígase entre paréntesis que desde el siglo XV, en que la “Imitación de Cristo” vio la luz, hasta nuestros días, esta obra prima de unción, teología y piedad, ha sido siempre una referencia muy válida, pese a que ciertos católicos de hoy sostengan que es un libro de una espiritualidad superada, nada acorde con la mentalidad actual… por eso su lectura y meditación es oportunísima.
Dice el P. Kempis: “Estos son los más excelentes frutos de la Santa Comunión:
I.- Nos une a Nuestro Señor Jesucristo incorporándonos a Él. Por eso Él mismo dijo “Quien como mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él (Jn 6, 57).
II.- Aumenta y conserva la gracia en el alma, da abundancia de virtudes, fuerza contra las tentaciones, victoria contra los enemigos visibles e invisibles, e incluso bienestar corporal y perfección de vida a aquel que, con frecuencia y dignamente, se presenta a ella.
III.- Restaura e ilumina el entendimiento, recrea y regocija el corazón expulsando las tinieblas.
IV.- Torna el alma humilde y piadosa, e inflama el deseo del Amor divino.
V.- Aumenta los hábitos virtuosos, atenúa las incitaciones de la carne y pacifica los ardores de la concupiscencia.
VI.- Levanta la esperanza por la certeza de la Fe y aumenta la devoción.
VII.- Redime y apaga los pecados veniales, preserva de los pecados mortales, hace que perseveren los santos deseos, los buenos propósitos y las buenas resoluciones y, generalmente, hace superar todas las dificultades.
VIII.- Nos hace participes de todos los méritos de Nuestro Señor Jesucristo y nos da la prenda de la gloria del paraíso.
IX.- Nos dispone a practicar el bien, a ser misericordiosos y dadivosos para con los indigentes y a causar pavor a los demonios infernales.
X.- La santa Comunión siempre disminuye la pena debida a nuestros pecados”.
¡Qué tesoros nos revela esta enumeración! No se puede concebir un bien mayor a la suma de todas estas gracias que se reciben en una Comunión ¡tal es el empeño de Dios en ayudarnos, enriquecernos y en salvarnos!
La consideración atenta de estos beneficios puede ser la base para que se opere el milagro de la propia reforma espiritual – sí, de la tuya, querido lector – y la de toda una comunidad, así como de unos pocos panes y peces llegaron a comer “cinco mil hombres sin contar mujeres y niños” (Mt 14, 21). Convencido del valor de la Eucaristía, se trata de experimentar su fuerza transformadora.
En las enseñanzas que recoge el capítulo VI del Evangelio de San Juan, Nuestro Señor deja claro a sus discípulos la importancia capital de comulgar para tener vida en nosotros, alcanzar el cielo y resucitar en el último día.
Entonces, vayamos al banquete eucarístico bien dispuestos y seguros de su poderosa eficacia. La Eucaristía robustece la vida espiritual porque es la raíz, la fuente, el centro y la cumbre de toda la vida cristiana, contiene todo el tesoro espiritual de la Iglesia que de ella se nutre incesantemente.
Una multitud sació su hambre corporal con aquellos panes multiplicados milagrosamente en el desierto, panes que habrán sido sabrosísimos; pero… ¡esos panes valen poco o nada comparados con el Pan del Cielo!
Dice el Evangelio que antes de instituir en Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre en la Última Cena, el Señor nos amó “hasta el extremo” (Jn 13, 1), quiso permanecer entre nosotros ¡incluso dentro de nosotros! Él se hizo alimento no para quedarse solito, encerrado y olvidado en el interior de un sagrario…
Por el P. Rafael Ibarguren, EP
Consiliario de Honor de la
Federación Mundial de las Obras Eucarísticas de la Iglesia