Consideraciones sobre el Sagrado Corazón de Jesús

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Consideraciones sobre el Sagrado Corazón de Jesús

«Hijo mío, dame tu corazón»Horno ardiente de caridad, tan necesitado como dadivoso, el Sagrado Corazón de Jesús espera de cada hombre por Él redimido un «sí» a su llamamiento.

Uno de los movimientos más bellos de la naturaleza es el juego de las aguas en todo el universo. Las nubes las descargan sobre la tierra y, en unos sitios, riegan y fertilizan el suelo —haciendo germinar las plantas que decoran los paisajes y las que alimentan al hombre—; en otros, se solidifican en inmensos glaciares. Luego llega el estío y el sofocante calor forma el vapor: las nubes se condensan, se sucede nuevamente la lluvia, el rocío, la escarcha o la nieve. Es el perpetuo movimiento de un ser inanimado que sube en un estado y se precipita en otro. Se diría, humanizando a este mineral, que se trata de una permuta inteligente, un intercambio de atributos, efecto que retorna a su causa como deber de gratitud.

¡Qué pálido símbolo de la relación que debería existir entre el Creador y la criatura! La naturaleza es dadivosa y obedece a las leyes de su fuerza motriz; el hombre, sin embargo, manchado por el egoísmo, tiende a cerrarse en sí mismo en lugar de hacer de su vida un continuo acto de alabanza, gratitud, restitución.

La creación y la Redención: obras del amor

La Providencia divina no podía darnos más pruebas de amor de las que ya nos ha dado: creó cielos y tierra, plantas, mares, ríos, manantiales, toda clase de cuadrúpedos, reptiles y aves; todas las criaturas nos sirven sin cesar, son para nosotros reflejos del Creador y nos garantizan la supervivencia. ¿Sólo eso? No.

«Con amor eterno te amé, por eso prolongué mi misericordia para contigo» (Jer 31, 3). Dios nos creó a su imagen y semejanza, nos dotó de potencias perfectas, entendimiento y voluntad, con un alma inmortal destinada a la bienaventuranza eterna.

No obstante, quiso entrar en contacto con nosotros de forma más sensible, y «tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, […] para que el mundo se salve por Él» (Jn 3, 16-17). Su amor por la criatura amada rebosó del límite. Sí, Dios fue visto en la tierra y habitó entre los hombres.

El Verbo Encarnado no sólo vino para ser víctima expiatoria, ofreciendo su vida en rescate por nuestras faltas; de ser así, tal vez habría muerto con los niños inocentes inmolados por Herodes. Pero, siendo la expresión del amor divino, quiso hacer de cada paso de su vida un testimonio de su insondable caridad.

Durante treinta y tres años respiró nuestro aire, convivió con sus más allegados bajo el velo de la humanidad. Atrajo a sí a los Apóstoles, se compadeció de la multitud hambrienta, se enterneció con los niños, lloró con Marta y María la muerte de su amigo Lázaro, alabó los corazones rectos, curó a los enfermos, arrancó almas del yugo del demonio, convirtió a los descarriados, fue en busca del pecador, perdonó a todos con extrema misericordia y compasión; en fin, pasó por la tierra haciendo el bien (cf. Hch 10, 38).

¿Qué le falta al Corazón de Jesús?

«Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). Sí, había llegado el momento de alimentar el horno ardiente del divino amor con el leño de la cruz.

Lo que más le dolía al Sagrado Corazón durante la Pasión era constatar la falta de reconocimiento y la maldad humana. Y como no se le ahorró tormento alguno, el Padre permitió que su Unigénito sufriera en manos de toda clase de hombres: fue perseguido por el rey Herodes, juzgado por el gobernador Pilato, traicionado por uno de sus discípulos, abandonado por los Apóstoles, odiado y perseguido por pontífices, escribas y fariseos; fue ultrajado por gentiles, condenado por su propio pueblo; crucificado por soldados y, finalmente, injuriado por un vil ladrón, compañero de patíbulo.

¿Dónde estaba en ese momento auge la multitud que acudía a sus predicaciones y que tanto se había beneficiado con todo tipo de prodigios y portentos? ¿Dónde estaban los enfermos curados, dónde, los muertos resucitados? ¿Dónde estaban, en fin, los que había liberado de las garras del demonio? Muchos formaron parte de la maldita muchedumbre que lo insultaba, agravándole los dolores de la Pasión…

El Señor esperaba encontrar en lo alto de la cruz corazones ardientes de amor filial, transidos de compasión. Pero… he aquí la ingratitud. Es verdad que allí estaba su Madre, y le bastaba. Sin embargo, ¡qué dolor no debió haber sentido el Corazón redentor, que vino a llamar a todos a la conversión, al verse inmerso en un abandono universal y recibiendo en pago la traición y la condena a la muerte más ignominiosa!

Deshecho en su figura humana, aún conservaba intactas sus cuerdas vocales; y aquella misma voz que le rogó a la samaritana «dame de beber» (Jn 4, 7), reclamaba el agua de la caridad que satisficiera tamaña ingratitud: «Tengo sed» (Jn 19, 28). Ansiaba la fidelidad amorosa de aquellos a quienes había llamado. Sumergido en el abandono, entregó su espíritu… Estaba consumada la Redención.

¡Locuras de amor, misterios de ingratitud!

«¿Merece o no merece ser amado por nosotros un Dios que para conquistar nuestro amor quiso pasar por tantos trabajos?»,1 pondera San Alfonso María de Ligorio. En efecto, el Sagrado Corazón de Jesús, que siendo Dios domina todas las cosas y nos lo ha dado todo, posee una carencia que sólo puede ser suplida por nosotros, conforme las palabras a Santa Matilde de Hackeborn: «Lo tengo todo en profusión, excepto el corazón del hombre que tantas veces me huye…».2

¿Por dónde anda nuestro corazón cuando no está donde debería?

Como las cuerdas del arpa

Muchos males asolan nuestro siglo, pero ninguno parece ser tan misterioso e incurable como el tormento del corazón. Las criaturas no pueden satisfacerlo plenamente, ni siquiera el afecto carnal; los placeres, los honores mundanos, las glorias, las riquezas no provocan más que perturbaciones, aprensiones, quizá la desesperación que conduce a los homicidios…

En realidad, en este cuadro aparentemente trágico no hay misterios. El corazón humano tiene una imperiosa necesidad de estar unido al del Señor, pues entre ambos existen profundas afinidades que se remontan a la creación.3

Como era el Primogénito de Dios «todo fue creado por Él y para Él» (Col 1, 16). De este modo, se puede conjeturar que al plasmar el corazón humano el Verbo lo haya hecho con extremos de cuidado y cariño, dotándolo de emociones, sentimientos y necesidades que Él mismo anhelaría experimentar al encarnarse.

En ese corazón, «incrustó aspiraciones tan profundas, de las que sólo su divino Corazón podría hacerse eco y calmarlas plenamente. El Corazón de Jesús y el del hombre se convirtieron así en dos cuerdas de un arpa armoniosamente afinadas para vibrar juntas, y tan delicadamente unidas entre sí que la vibración de una de ellas provocaría en el mismo instante un sonido correspondiente en la otra».4

Así pues, si el Corazón de Jesús anhela el nuestro y si nuestro corazón tiene necesidad de Él, la solución lógica de tal carencia es inevitablemente entregarnos a Él sin reservas, no sólo por un deber de justicia —«amor con amor se paga»—, sino para cumplir este insondable designio divino.

Entrega, devoción… ¿en qué consisten?

Dos movimientos caracterizan las pulsaciones del corazón como órgano vital: la sístole y la diástole. Al mismo tiempo que recibe la sangre, la hace circular por todo el organismo; si, por el contrario, no bombea y únicamente recibe, provocará la muerte del cuerpo que anima. Por eso, para que la vitalidad sobrenatural en nosotros sea completa es menester una donación constante a Dios. Ya lo hemos recibido todo, nos falta dar. Ahora bien, en concreto, ¿qué necesitamos darle al Corazón de Jesús?

Cuando le tributamos afecto a alguien, lo mínimo que nos toca hacer es no causarle disgustos. Por lo tanto, si pretendemos amar a Jesús, no podemos ser sólo almas ricas en ejercicios de piedad exteriores y meramente sentimentales. Sin duda, al Señor le agrada que lo alabemos a través del culto, de las oraciones vocales y de las ceremonias; a fin de cuentas, Él también alababa al Padre cuando rezaba delante de sus discípulos. No obstante, el Redentor tiene, sobre todo, sed de poseer nuestro corazón.

Al igual que la fe, la caridad debe traducirse en obras. Así lo enseñó el Señor: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos» (Jn 14, 15).

«¡Yo guardo los mandamientos! —dirá uno—. No mato, no robo, rezo todos los días»… Hay muchas almas que restringen a algunos cuantos preceptos diarios la práctica de los diez mandamientos, pero que «no emplean el mínimo esfuerzo para reprimir las malas inclinaciones, destruir los hábitos viciosos, evitar las ocasiones de pecado; que lo abandonan todo cuando llega la tentación, que murmuran en cuanto se presentan contrariedades y contradicciones. En ellas el amor afectivo está lleno de ilusiones, es una hoguera de paja que no perdura, que se deshace en cenizas».5

La verdadera devoción —expresada en la etimología derivada del latín devovere, es decir, dedicarse— es aquella que nos conduce a consagrarnos enteramente al servicio de Dios, sin reservarnos nada para nuestro egoísmo. «Necesito corazones que amen, almas que reparen, víctimas que se inmolen…, pero sobre todo, almas que se abandonen»,6 declaró el Señor a sor Josefa Menéndez.

Querido lector, al concluir estas líneas, piensa que en este momento Jesucristo está delante de ti, con el Corazón ardiendo en llamas y llamándote: «Hijo mío, dame tu corazón» (Prov 23, 26). Dios quiere convivir contigo y, como otrora a Adán, te pregunta: «¿Dónde estás?» (Gén 3, 9). O también, como a San Pedro: «¿Me amas?» (Jn 21, 15).

¿Qué le responderás?

Alma frágil, no temas; Él es tu Padre, tu Señor, tu Creador y Redentor. No te resistas, entrégale tu corazón en una actitud de abandono filial, sabiendo que Él proveerá a todas tus necesidades. Lucha por Él contra el pecado, renuncia a los placeres mundanos, inmólate en sacrificio por la expansión de su reinado por toda la tierra. Cuando dejes este mundo verás entonces cuán magnífico fue el camino que escogiste: no la vereda florida, libre de espinas y mentirosa, sino la senda de la abnegación, del sacrificio, de la cruz y, por tanto, la vía del perdón, mil veces bendita, que te conducirá al Paraíso.

Pidámosle al Inmaculado Corazón de María que nos introduzca definitivamente en el Sagrado Corazón de su divino Hijo y que prepare en nuestro corazón un trono para que allí reine su amado Jesús.

Si un gran número de almas están dispuestas a tal empresa, tengamos la certeza de que ya empezaron a sonar las primeras melodías de una era nueva, mariana y celestial, donde todos los corazones serán uno solo con Jesús y María.

por Hna. María Cecilia Lins Brandão Veas, EP

Revista Heraldos del Evangelio. Año XXI. Nº 239. Junio 2023
Notas:
1 SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO. Práctica de amor a Jesucristo. Sevilla: Apostolado Mariano, 2001, p. 49.
2 GRANGER, OSB. O amor do Sagrado Coração explicado segundo os escritos de Santa Mechtilde. Belo Horizonte: Divina Misericórdia, 2017, pp. 85-86.
3 Cf. SCHRIJVERS, José. O Divino Amigo. 2.ª ed. São Paulo: Cultor de Livros, 2021, p. 134.
4 Ídem, p. 134.
5 MARMION, Columba. Jesus Cristo nos seus mistérios. São Paulo: Cultor de Livros, 2017, p. 395.
6 SOR JOSEFA MENÉNDEZ. Un llamamiento al amor. México: Patria, 1949, p. 162.

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