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El genio femenino

La mujer, aún en las situaciones más desesperadas, posee una capacidad única de resistir en las adversidades. Hace la vida todavía posible incluso en circunstancias extremas. Conserva un tenaz sentido del futuro.


Cuando Dios creó al hombre, a su imagen y semejanza, “varón y mujer los creó” (Gen 1, 27). Los bendijo y les dio una misión: “sed fecundos y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla” (Gen 1, 28). Claramente no fue una misión o tarea exclusiva para el hombre, a ambos se les encarga la especial tarea de formar familia y dominar el mundo. En un lenguaje simplificado, muy expresivo y bello, encontramos a la mujer como complemento del hombre y al hombre como complemento de la mujer. Tanto la femineidad como la masculinidad, representan a la humanidad en peculiaridad complementariedad, teniendo, desde el principio, igual responsabilidad. Nos queda así claro cómo Dios ha confiado, tanto al hombre como a la mujer, según sus características, una convocación a ejercer una tarea tanto en la Iglesia como en el mundo todo.

Igual misión que no elimina las diferencias. No caigamos en el empobrecimiento que produce el promover un único estilo a seguir el ser humano. No consideremos que la mujer debe de imitar al varón. No, pues el temple femenino es inigualable.

Cuántas manifestaciones del “genio femenino” han aparecido a lo largo del tiempo, en pueblos de los más variados, fruto, no sólo de su especial inventiva, sino de la santidad de vida. Hay, en ellas, por misterioso designio de Dios, un irremplazable “ministerio” en la historia de la humanidad, a través del cual expresan la riqueza de sabiduría que se encuentra en la femineidad.

Santa Juana de Arco

Las mujeres — afirmaba San Juan Pablo II — tienen un campo de pensamiento y de acción singular. Por eso es preciso, de forma determinante, “reconocer la expresión del verdadero espíritu femenino en todas las manifestaciones de la convivencia ciudadana” (Evangelium Vitae, 99).

Al crearlos “hombre y mujer”, Dios ha dado una dignidad personal igual, con derechos inalienables, con responsabilidades propias. Sin embargo, “Dios manifiesta también de la forma más elevada posible la dignidad de la mujer asumiendo Él mismo la carne humana de María Virgen, que la Iglesia honra como Madre de Dios, llamándola la nueva Eva y proponiéndola como modelo de la mujer redimida” (Juan Pablo II. Familiaris Consortio, 22).

Si hay quien demostró delicado respeto hacia las mujeres fue Jesús, Nuestro Señor. Las llamó a su cercanía, fueron las santas mujeres del Evangelio. Como ejemplo superlativo es solo recordar su aparición en la mañana de Pascua a una mujer a la que bien podemos llamar de primer Heraldo de la Resurrección, Santa María Magdalena, confirmando la especial estima de Jesús hacia la mujer.

Las corrientes de pensamiento que vienen a tono en el mundo contemporáneo, van presentando tesis que frecuentemente no coinciden con la finalidad genuina de la promoción de la mujer que, en su capacidad de acogida del otro y en su profunda intuición, es:aun en las situaciones más desesperadas — el pasado y el presente es testigo de ello — posee una capacidad única de resistir en las adversidades, de hacer la vida todavía posible incluso en situaciones extremas, de conservar un tenaz sentido del futuro y, por último, de recordar con las lágrimas el precio de cada vida humana”, y llega a entenderse, en tal perspectiva, “el papel insustituible de la mujer en los diversos aspectos de la vida familiar y social que implican las relaciones humanas y el cuidado del otro”. Era lo que manifestaba San Juan Pablo II aprobando la Carta, “Sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo”, del Cardenal Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Joseph Ratzinger, hoy Benedicto XVI (31-5- 2004).

Santa Maria Magdalena

Cuántas maravillas Dios ha realizado en la mujer y por ella. Agradecía Juan Pablo II, en la carta apostólica “Mulieris Dignitatem” (15-8-1988), a la mujer-madre, a la mujer-esposa, a la mujer-hija y a la mujer-hermana, a la mujer-trabajadora, a la mujer-consagrada: “que, participando en todos los ámbitos de la vida social, económica, cultural, artística y política, con la intuición propia de tu femineidad enriqueces la comprensión del mundo y contribuyes a la plena verdad de las relaciones humanas”, agregando que: “en la riqueza de su femineidad, asumen, juntamente con el hombre, la responsabilidad común por el destino de la humanidad, en las necesidades de cada día”.

La mujer es llamada a testimoniar el significado del amor auténtico, dada su aguda sensibilidad hacia las demás personas el don de darse, en el acoger al otro. Siempre fue, y seguirá siendo, factor de moderación y de consejo, especialmente en la relación entre padre e hijos. Todos somos testigos de que es a través de la madre que llegan las necesidades y deseos de los hijos y que se hacen más eficaces las órdenes del padre. Dentro de la familia, la mujer personifica la caridad, la misericordia, siempre atenta a las necesidades de los hijos y mismo de los trabajadores de la casa, dispuesta a conseguir remedio moviendo la voluntad del padre. En resumen, ve al hombre con el corazón y trata de serle de ayuda, “abre la boca con sabiduría y su lengua enseña con bondad” (Proverbios 31, 26).

Es por eso que, desde el inicio del cristianismo hasta nuestros días, siempre Dios ha suscitado mujeres para orientar al Pueblo de Dios. Ante eso, uno puede preguntarse: ¿dónde se encuentra el arquetipo divino de la femineidad?

Lo encontramos en María Santísima — máxima expresión del genio femenino — quién, acogiendo en su seno al Verbo Encarnado, motivando el primer milagro de la vida pública de Jesús, permaneció a los pies de la Cruz y los apóstoles rezaron junto a Ella en Pentecostés.

Mujer por excelencia, inmaculada y altísima, es el verdadero modelo y ejemplo. Aquella, en el decir del famoso escritor y periodista español Juan Donoso Cortés, a quien: “El Padre la llama Hija, y le envía embajadores; el Espíritu Santo la llama Esposa, y le hace sombra con sus alas; el Hijo la llama Madre, y hace de su morada su sacratísimo vientre” (16-4-1848).

Las mujeres conforman la mitad de la inmensa familia humana, sin embargo, en cuántos lugares y culturas son discriminadas o subestimadas por ser mujer. Se sostiene esa “desigualdad” con argumentos sociales, culturales o religiosos. Acaban siendo víctimas de violencia, objeto de maltrato cuando no de explotación en la publicidad o en la diversión. Urge el compromiso de todo cristiano del reconocimiento de la dignidad que le compete a aquellas que son llamadas a ser promotoras, con su mera presencia, de la civilización del amor, trabajando por la eliminación de toda forma de discriminación, de violencia y de explotación.

P. Fernando Gioia, EP – Heraldos del Evangelio

www.reflexionando.org

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