El padre Pío: un reclinatorio, un altar, un confesionario.
«Un hombre extraordinario, uno de esos a quienes Dios envía de vez en cuando a la tierra para convertir a los hombres»
Pietrelcina es un pequeño
pueblo al sur de los Apeninos, en Italia, de tierras fértiles pero rocosas. Aún en los días de hoy se puede caminar por
sus estrechas calles, de pavimento irregular y lugares escalonados, sintiendo
el ambiente de otros tiempos. El 25 de mayo del año 1887 recibe en su seno el
nacimiento de un niño, bautizado con el nombre de Francisco que, con el correr
de los años, llegará a ser uno de los hombres más conocidos de la faz de la
tierra.
El capuchino de los
estigmas, el “mártir” del confesionario, que tenía el don de leer las
conciencias, que confesaba de 10 a 15 horas al día, el perseguido que llegó a
ser prohibido -durante poco más de dos años – de celebrar en público su Misa
diaria, de conceder el sacramento de la Penitencia y hasta de dar consejo
espiritual a los que se lo solicitasen, el que guardó un silencio obediente
ante eso, el buscado por multitudes de todo el mundo: el Padre San Pío de
Pietrelcina.
A todo esto se une
el haber recibido la señal patente, sobrenatural y dolorosa, de los estigmas en
sus manos, pies y pecho, que durante cincuenta años marcaron su vida y
apostolado.
De este monje estigmatizado,
que asombró, y que aún asombra al mundo entero, San Juan
Pablo II decía: “¡Mirad qué fama ha tenido el padre Pío! ¿Por qué?, porque
celebraba la misa con humildad, confesaba de la mañana a la noche, y era un
representante visible de las llagas de Nuestro Señor. Era un hombre de oración
y de sufrimiento”.
Realmente podemos
afirmar que fue uno de los santos más famosos del siglo pasado. Uno de sus biógrafos
resume así su vida: “un reclinatorio, un altar, un confesionario”. Reflejan los
lugares en que pasó la mayor parte de su vida: la oración, la celebración de la
santa Misa y la atención de miles de penitentes que venían a arrodillarse ante
su confesionario a pedir perdón, pero también a rogar una luz en el camino de
sus vidas.
Oraba a todo
momento, en todo lugar. Era la fuente de donde sacaba fuerzas. “¿Qué quiere toda esta gente de mí? Yo soy
solamente un pobre fraile que reza”, decía de sí mismo.
Su Misa era un
maravilloso espectáculo de fe y devoción; quien pudo verlo, nunca se olvidará.
La gente se agolpaba delante de la iglesia desde dos horas antes para ocupar un
lugar cerca del altar; subía al altar sin los guantes que le cubrían
normalmente los estigmas de sus manos; cuantos asistían eran elevados en su
devoción. El Padre Pío “vivía para la Misa”, “vivía de la Misa”.
El embajador de
Francia ante la Santa Sede por los años 50, declaraba: “Nunca en mi vida había
asistido a una Misa tan conmovedora. Sin embargo, tan sencilla. La Misa
adquiría no sé qué proporciones y se convertía en un acto absolutamente
sobrenatural”. Los fieles no venían a escuchar sus homilías, pues, ya su
celebración era una predicación.
La multitud quería
tener contacto con él. En el camino hacia el altar o hacia el confesionario, lo
querían tocar, se apretujaban hacia él, les exponían sus penas, pedían orientación.
La mayor parte de su jornada transcurría confesando a las incontables personas
que lo aguardaban.
Cuando, en septiembre
de 1916, arribó a San Giovanni Rotondo, al “convento de la desolación” – como
singularmente lo llamaba un capuchino de la época, por lo alejado del pueblo que estaba, al que pocos
llegaban a la iglesia y rondaba un profundo silencio en él -, nunca se le
hubiera ocurrido pensar que, años después, muchedumbres acudirían para asistir
a sus Misas y confesarse. Querían también recibir un consejo espiritual, que
les solucione problemas de familia, o que…les haga un milagro. Cincuenta y dos
años viviría en él hasta su muerte.
Numerosísimos son
los testimonios de penitentes sobre sus confesiones con el Padre Pío, quien se
mostraba duro con cualquiera que no estuviera convencido de la gravedad de su
pecado y decidido a huir de él; por otra, era paternal, comprensivo, alentador
con aquel que se comprometía a superar sus debilidades. Desconcertante para
algunos, pero no desanimaban, sino por el contrario, querían volver y volver. “Es
pecado, es pecado”, solía repetir a los penitentes; “¿Cuándo no queréis dejar
de ofender a Dios qué venís a hacer aquí?”.
Como el número de
penitentes que llegaban iba creciendo, no sólo del pueblo, sino de toda Italia,
y hasta del exterior del país, hubo que optar por dar número, hacer turnos,
llegando, en algunos días, a disponerse a atender hasta… ¡dieciséis horas! En el año 1967 confesó unas 15.000 mujeres y
10.000 hombres, unas 70 personas por día.
“La turba de almas sedientas de Jesús se me
viene encima”, decía con los suyos, “no me dejan libre ni un momento”.
Tener el don de
leer las conciencias; escudriñar los corazones, lo hizo famoso: “los conozco
por dentro y por fuera”. A los que venían de mucho tiempo sin confesarse, les
recordaba sus pecados olvidados.
La mayor parte de
su vida la pasó en el confesionario, escuchando las miserias y los dolores de
unos y de otros con una paciencia admirable; podría ser considerado el confesor
del siglo, un “mártir del confesionario”. “Me encuentro bien, pero estoy sobrecargado a
causa de centenares y millares de confesiones que escucho día y noche. No tengo
un instante para mí”.
Agotado por la
entrega generosa a sus hermanos, el monje capuchino estigmatizado, expiró a las
2.30 de la madrugada del día 23 de septiembre de 1968, rostro sereno y con el
rosario en sus manos. Tenía 81 años.
En el día de su
canonización, San Juan Pablo II afirmaba del padre Pío: “Fue un generoso
dispensador de la misericordia divina, mostrándose disponible para todos
mediante la acogida, la dirección espiritual, y especialmente la administración
del sacramento de la Penitencia”.
Bien llegó a afirmar el Papa de su tiempo, Benedicto XV, de su persona: “un
hombre extraordinario, uno de esos a quienes Dios envía de vez en cuando a la
tierra para convertir a los hombres”.
La Prensa Gráfica, 22 de septiembre de 2019
P. Fernando Gioia, EP
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