
Revista Marzo 2019
marzo 21, 2019
La Anunciación: Un “¡fiat!” que resonó en la Historia
marzo 24, 2019Exento del pecado original, ¿por qué no?
Consideraciones sobre la predestinación de San José:
¿Cuánto tardó el magisterio en definir el dogma de la Inmaculada Concepción de María? Diecinueve siglos, aunque ya desde mucho antes la Iglesia toda clamaba para que se formulara la declaración. ¿No estará sucediendo algo análogo con San José?
Cuando Dios formó a Adán del barro no quiso que permaneciera solo, sino que le dio a Eva por compañera; así, a su “imagen y semejanza […], varón y mujer los creó” (Gén 1, 26-27). Del mismo modo, al concebir el plan de la Redención del género humano y dotar a su Hijo de la mejor de las madres, no le pareció adecuado que Ella se quedara sola; por eso decidió poner a su servicio a un varón fuerte y casto, que la custodiara y reverenciara.
Sin embargo, ¿quién podría estar a la altura de aquella que reflejaba con mayor perfección la grandeza de Dios? ¿Qué criatura tendría la suficiente majestad para ser el esposo de la Reina del Cielo y de la tierra? ¿Dónde se hallaría a alguien que pudiera de algún modo equipararse con la dama a quien Dios iría a llamar “Madre?”
Antes de todos los siglos, el divino Creador preparó a un varón, cuyos dones y privilegios inconmensurables se resumirían en dos títulos excelsos: padre virginal de Jesús y esposo de la Virgen María.
Exenta de pecado desde su concepción
Para medir la estatura moral de San José conviene que empecemos considerando la santidad de aquellos con los cuales iba a convivir en una cercanía llena de intimidad, propia de una familia.
En primer lugar, debemos contemplar la perfección de María.
Interesa saber a qué grado llegó la pureza de Nuestra Señora para valorar hasta qué punto el varón elegido para ser su alter ego —otro yo— fue favorecido por el Espíritu Santo con un corazón purísimo, más allá de lo imaginable.
En vista de la maternidad divina y la misión corredentora de María, la Providencia aplicó en beneficio de Ella, de modo sui generis y excelso, los méritos de la preciosísima sangre de Cristo. De esta manera, en previsión de la futura Pasión y Muerte de Jesús, la Santísima Virgen fue santificada desde el primer instante de su concepción, viéndose no sólo libre del pecado original y de todas sus consecuencias, sino también colmada con una plenitud de gracia que no haría sino aumentar a lo largo de su existencia.
En Ella no hubo el más mínimo resquicio de cualquier género de inclinación a la concupiscencia; por el contrario, su alma se conservó en una armonía plena, siempre sumisa a la voluntad de Dios por su correspondencia a todas las mociones de la gracia. Sus pasiones estaban subordinadas a la razón, iluminada por la fe. Era, en consecuencia, una criatura virginal, dotada con un don de integridad súper excelente, orientada a la más sublime perfección.
A Ella se iba a unir San José por el vínculo natural más íntimo: el del matrimonio.
Desposada con un hombre angélico
La amistad entre los cónyuges es tal que Santo Tomás afirma que la esencia del matrimonio es la unión indivisible de los espíritus. Así, la convivencia bajo el mismo techo, el trato frecuentísimo y la familiaridad llena de reverencia y respeto que existió entre José y María suscita una cuestión decisiva: ¿sería posible que el varón destinado a unirse inseparablemente por el matrimonio a la Virgen Inmaculada fuera víctima de los efectos del pecado original? Y eso no sólo para preservar a Nuestra Señora de cualquier riesgo que supondría la cercanía de un esposo sujeto a las insidias de la concupiscencia, sino que existe una razón mucho más alta.
María Santísima es “el paraíso terrestre del nuevo Adán”, como sostiene el gran teólogo francés San Luis María Grignion de Montfort. Si en el jardín del Edén, creado para los hombres, Dios introdujo solamente a personas sin pecado y no permitió que permanecieran allí después de haber ofendido a su majestad infinita, ¿cómo se puede imaginar que aquel a quien Dios predestinó como guardián de su “paraíso”, mucho más bello y sublime que el terrestre, y que sería uno con él, estuviera herido por las consecuencias del pecado original?
¿Qué sentiría la Virgen si tuviera que convivir día y noche con un hombre inclinado a la bajeza por causa de la concupiscencia? ¿Podría entender Ella que Dios la hubiera preservado de todo contagio de pecado, para después unirla en matrimonio a alguien tiznado por la culpa de Adán? En síntesis, si sólo a los ángeles les fue dado cuidar del paraíso terrenal después del pecado, lo normal sería que Nuestra Señora fuera desposada con un hombre angélico.
En ese sentido, la estatura moral de San José puede medirse por la grandeza de Nuestra Señora. Si Ella posee una santidad sublime e incalculable, también él debe tenerla, en un grado inferior, por el hecho de que Dios lo eligió para que se uniera a Ella en matrimonio y formaran juntos un solo espíritu. Tanto más cuanto que él fue el primer devoto mariano y, en consecuencia, el más beneficiado por su mediación universal.
Cooperador necesario en la unión hipostática
Se suma a lo anterior su predestinación a tener para con el Hijo de Dios el afecto y los cuidados propios a un verdadero padre, aunque no haya concurrido a su generación.
Puesto que refulgirá ante el Cielo, los ángeles y los justos de todos los tiempos como el padre de Nuestro Señor Jesucristo, ¿tendría sentido que el escogido para educar, custodiar y proteger al Verbo Encarnado fuera un hombre común, marcado por el desorden resultante de la culpa de nuestros primeros padres?
Máxime que Dios creó a San José considerando su sublime misión. Si la Virgen María fue inmaculada debido a su estrecha vinculación con el misterio de la Encarnación del Verbo, ¿por qué no iba gozar él de un privilegio similar? Si la Madre de Dios, en previsión de los méritos de la Pasión de su Hijo, fue preservada de la mancha del pecado, ¿no se podría decir que José, en vista también de la pureza sin mancha de María, quedó exento del pecado original y de sus consecuencias, así como lleno de gracia en proporción con su excelsa vocación?
San José, por su ministerio, estaba destinado a cooperar de forma necesaria en la realización del plan de la unión hipostática. El Hijo de Dios quiso nacer de María por un milagro del Espíritu Santo, pero escogió para sí una familia bien constituida. Al ser el marido la cabeza de la mujer y respetando el Creador el orden natural que Él mismo había establecido, le solicitó a San José su consentimiento para que su esposa concibiera.
Por lo tanto, se concluye necesariamente que, así como Nuestra Señora estuvo desde toda la eternidad en la mente divina unida por un vínculo estrechísimo e indisoluble al decreto de la Encarnación del Verbo, también San José, destinado por el mismo Señor a ser el esposo legítimo de María y el padre virginal de Jesús, participa de ese único designio. Dios no concibió la idea sobre María sin haber pensado en el que debía ser uno con Ella: José.
El “sensus fidelium” respecto a San José
La opinión acerca de la concepción en gracia de San José no se encuentra explícita en la Sagrada Escritura. Sin embargo, algunas de las verdades que la Iglesia ha declarado dogma de fe están implícitamente contenidas en la Revelación.
Dios le otorgó al hombre la capacidad de razonar y, por tanto, de partir de un principio, extraer sus consecuencias y llegar a una conclusión. A esa capacidad de la razón se añade la virtud de la fe. La fe y la razón no entran en conflicto, sino que, por el contrario, se complementan. La fe perfecciona, apoya e ilumina la inteligencia, dándole alas para volar mucho más allá, pues es una participación en el modo de comprender de Dios mismo.
A esto se suma la Tradición de la Iglesia que, guiada por el Espíritu Santo, ha ido escrutando cada vez más, a lo largo del tiempo, el misterio de la santidad de San José. Debemos, pues, alegrarnos con la perspectiva de que las afirmaciones acerca de la exención del pecado original y de sus consecuencias en el santo Patriarca, tímidas al principio y siempre más categóricas a lo largo de los siglos, están alcanzando su punto álgido. Tanto es así que, para oponerse a esa percepción del sensus fidelium, no habría ninguna razón aceptable salvo un pronunciamiento ex cathedra en sentido contrario.
¿Por qué ahora y no antes?

Mons. João Scognamiglio Clá Dias bendiciendo una imagen de San José, Basílica de Nuestra Señora del Rosario, Caieiras, SP (Brasil)