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La Eucaristía, misterio razonable

Hay ciertos misterios que causan espanto y dan miedo. Hay otros que atraen y, cuando bien ponderados, encantan. Misterio de esta índole es, por excelencia, la Sagrada Eucaristía. El Santísimo Sacramento es el detalle – para no decir el acontecimiento – más delicado, más genial, más inimaginable del amor infinito de Dios por los hombres.


No hay palabras en el vocabulario humano que lleguen a expresar con precisión toda la trascendencia de este misterio que no podría haber sido concebido ni siquiera por la inteligencia del más fulgurante de los serafines; solo un Dios pudo imaginar semejante maravilla.

Porque no es decir apenas – apenas, ¡como si fuese poco! – que la Eucaristía es la presencia real del Señor que se consagra en los altares, se guarda en los sagrarios y se administra a los fieles…  La Eucaristía se encaja en el misterio de la Redención como piedra angular en la que todo el edificio espiritual de la Iglesia reposa, pues de ella vive y a ella se ordena. Supone, claro está, los misterios de la Encarnación y de la Redención, a tal punto que los hace presentes y los perenniza.

Ahora, no se concibe la Eucaristía sin su celebración, es decir, sin la Misa. Y la Misa, cuna donde “nace” la Eucaristía, es la renovación del Sacrificio del Calvario abarcando la previa Pasión y posterior Resurrección del Señor. Estamos en presencia del acontecimiento central de la Historia de la Salvación.

Digamos que Nuestro Señor Jesucristo podría haber querido quedarse con nosotros en la Sagrada Hostia disponiendo que sus sacerdotes consagren el pan en cualquier circunstancia, más o menos como cuando imparten una bendición u otorgan algún otro beneficio espiritual. Si así fuese, ya nos daríamos por muy bien servidos… Entretanto, la Eucaristía acaece en el marco de una celebración donde se realiza místicamente la Pasión, la Muerte y la Resurrección de Cristo.

Así, cada una de las incontables de Misas que son celebradas en permanencia – por ejemplo, en el breve tiempo tomado por la lectura de este escrito, millares y millares de Misas están siendo realizadas en los más variados lugares del orbe – hacen presente sobre el altar y ante los fieles, lo que se rememora en los días del Triduo Pascual, centro del año litúrgico.

Pero, atención, la Misa no es una evocación piadosa o nostálgica. Los términos que mejor adecuan nuestra comprensión a la realidad sublime de lo que sea la Misa son “actualización del misterio redentor” o, mejor, “representación” de dicho misterio, en el sentido de volver a hacerse presente.

Repetimos – pues este concepto es importantísimo – no estamos ante una figuración, como sería la ejecución escénica de un evento sucedido en el pasado. La Eucaristía, que también recuerda la inmolación del Calvario, la hace sacramentalmente presente y la perpetua por los siglos de los siglos.

Como decíamos, nuestro pobre lenguaje se queda corto a la hora de ponderar el portento inconcebible que es la Eucaristía como Sacrificio, como Presencia real y como alimento.

La Eucaristía posee características que se desdoblan en variados beneficios para aquellos que la celebran, la adoran o la reciben. Al decir Eucaristía, expresamos muchas realidades hermanas y complementarias: Pan del Cielo, alimento de inmortalidad, remedio restaurador, bálsamo santificador, acción de gracias, memorial de la Pasión, oferta perfecta, sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad, transubstanciación milagrosa, cumbre de la vida de la Iglesia, semilla de resurrección, prenda de vida futura… y aún queda por decir.

Lo cierto es que, para considerar el misterio eucarístico a la luz de la fe, es necesario atenerse a las formales palabras de Jesucristo y a la enseñanza de la Iglesia. Sometiendo nuestra razón a este misterio incomprensible, no la contrariamos, todo lo contrario, hacemos un acto razonable ¿Qué hay de más razonable que creer en lo que Dios dice y que la Iglesia establece?

Con razón instruye San Pablo a los romanos al tratar de la praxis cristiana “Os conjuro, pues, mis hermanos, por la misericordia de Dios, de ofrecer vuestro cuerpo como una hostia viva, santa, agradable a Dios; ese será el culto racional que le debéis” (Rm 12, 1). Culto racional, culto razonable.

La razón ordenada no excluye el misterio. No duda metódicamente de él como hacen los racionalistas, ni es tozudamente escéptica como los sin Dios. Y tampoco se afana en pretender demostrarlo con lógicas humanas, pues sabe ser imposible.

Todas las religiones tienen dosis mayores o menores de misterio; no existe religión sin misterio. Inclusive, para tantos cultos y sectas es una necesidad aprovecharse del misterio para “justificar” creencias acatadas ciegamente que, muchas veces, llevan a prácticas que rayan en lo irracional.

La religión católica, por su parte, cree y propone misterios que son muy razonables y nada arbitrarios. La Revelación, la Tradición y el Magisterio de la Iglesia constituyen un substancioso cuerpo doctrinario y una espiritualidad coherente que se va enriqueciendo a lo largo del tiempo, sin jamás desmentirse o entrar en contradicción; lo que desentona, cae de por sí. Pensemos en las herejías, en los cismas o en las apostasías, son errores que, tarde o temprano, se separan del seno límpido e indefectible de la Iglesia.

Pero ¿cómo explicar esa excesiva “locura” de un Dios que se sacrifica de ese modo, perpetuando su presencia en millares de lugares al mismo tiempo y dándose en alimento a meras creaturas? Antes de instituir la Eucaristía en el Cenáculo, San Juan dice en su Evangelio que Jesús “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1). Ahí está la razón de esa mal llamada locura: el amor desmesurado de un Dios ¿Puede concebirse en Dios un amor “moderado” y sin ardor? En respuesta, amémoslo apasionadamente. Al fin y al cabo ¿qué es el amor, sino exageración?

por el Padre Rafael Ibarguren, EPGaudium Press

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