Se peca contra Dios, dueño de la vida. Se peca contra la sociedad, privándola de uno de sus miembros. Se peca contra sí mismo, pues todo hombre está obligado a amar la propia vida.
Los
ancianos tienen la preciosa misión de ser “testigos del pasado e inspiradores
de sabiduría para los jóvenes y para el futuro”, decía San Juan Pablo II en la Familiaris
Consortio (27), incentivando a que se tenga una singular veneración y especial
afecto para con ellos. Transmiten paz y tranquilidad, su experiencia de vida
suaviza las discrepancias familiares. En los días de hoy, en que la palabra
“derechos humanos” está en la boca o escritos de tantos, en los tiempos de
“progreso” que vivimos, presenciamos una marginación toda especial para con
ellos. Cuando no los “estacionan” en los últimos momentos de su larga vida en
un asilo, sufriendo silenciosamente el drama de la soledad y falta de cariño
familiar, los encaminan a la extrema situación opuesta: la eutanasia.
Ante
la falta de familia, o del calor familiar, se multiplican hoy las alternativas
de acompañamiento en residencias o en su propia casa por enfermeras. Muchos y
buenos son los lugares de acogida de congregaciones religiosas, especialmente
femeninas.
Pero,
como alertaba hace años la asociación española SOS Familia, se comenzaba a propugnar
lo opuesto, imponer una mentalidad rumbo a leyes que: “libertarán a los
ancianos, a las familias y a los Estados, del peso de la vejez. El trabajo de atenderlos,
las herencias que llegan antes, los gastos de salud y las pensiones que se
economizan” (La familia en peligro, p. 154). Así se comenzaba a proponer – desde
la primera mitad del siglo XX – la macabra amenaza de adelantar la muerte.
El
don de la vida, inscrito en la propia naturaleza humana, es irrenunciable. Pues,
como bien se dice: “nadie elige nacer y nadie puede evitar la muerte”. El Dios
de la vida es el Señor que domina la muerte, “Yo doy la muerte y la vida” (Dt 32,
39). Por eso la eutanasia es un homicidio
de quien coopera con ella, y un suicidio de parte de quien la solicita. “Se
peca contra Dios, cuyo dominio exclusivo sobre la vida del hombre se usurpa. Se
peca contra la sociedad, privándola injustamente de uno de sus miembros. Se
peca contra sí mismo, pues todo hombre está obligado a amar la propia vida” (La
familia en peligro, p. 155).
Así
como se pretende eliminar seres humanos con defectos físicos o psicológicos, lo
que llaman “eutanasia eugénica”, también está la “eutanasia económica”,
aplicada para los que constituyen una carga para la sociedad. Sus partidarios,
en su diabólico afán, no dejan de presentar otro argumento, como el del sufrimiento
“insoportable” de los últimos días de vida para justificarla.
Claro
que se debe evitar, como nos enseña el Catecismo de la Iglesia sobre el llamado
“ensañamiento terapéutico” – que son los tratamientos médicos desproporcionados
-, los cuales pueden ser interrumpidos, pues, “con esto, no se pretende
provocar la muerte; se acepta no poder impedirla” (CIC, 2.278). Si bien que, por otro lado, ante la muerte inminente, importa
que la asistencia no puede ser legítimamente interrumpidos pues: “los cuidados
paliativos constituyen una forma privilegiada de caridad desinteresada” (CIC,
2.279).
Valgan
estas informaciones frente al método usado habitualmente por los materialistas
y ateos de conmover a la opinión pública con casos individuales, totalmente excepcionales. Alegando
una falsa compasión, silencian los principios morales. Usan el subterfugio del
espejismo de una “dulce muerte” para los “cansados de vivir”. Si hasta lo presentan
como un acto de piedad, y La bautizan de “asistencia médica para morir”, su
colaboración para tener “una muerte digna”.
La
eutanasia etimológicamente significa (del griego): buena (eu), muerte (thanatos).
En concreto es: matar deliberadamente a un enfermo incurable para poner fin a
su sufrimiento.
Fue Holanda el primer país en legalizar
la eutanasia (2000), Bélgica la acompañó en el 2002. Esta onda fue avanzando en
países como Dinamarca (retiro de tratamientos), Suecia y Suiza (asistir al
suicida), China (a pacientes incurables), Francia (casos excepcionales). Y así,
en un avance procesivo, llegamos a las últimas y radicales aprobaciones de
leyes sobre la eutanasia en España (junio, 2021) y Chile (aprobado por
unanimidad en Diputados, abril 2021).
La tradición ha hecho que se confíe en el médico en los
momentos de enfermedad o sufrimientos, dada la actitud que tiene que adoptar,
ejerciendo excelente servicio a la vida. Es el espíritu del juramento
hipocrático.
Para escapar o huir de esta problemática se está
empujando el tema hacia la “última voluntad”, es decir, que el propio paciente
disponga de su vida, acercándose a lo que llaman de “suicidio asistido”,
quedando en medio del suicidio y la eutanasia. El paciente elige (ya hay
píldoras letales a disposición en Holanda y otros lugres), el médico daría las
instrucciones como asistente, respetando la voluntad del enfermo. ¡Vaya sensibilidad
moderna!, que incita a la muerte a los más débiles.
Proponen el “testamento vital”, en el cual la persona
indica cómo quiere ser tratado, para deslindar responsabilidades del crimen que
se ejecutará. Podemos preguntar ante el riesgo de “ser suicidado”: ¿será real
el testamento?, dado que puede el enfermo estar deprimido o desalentado, no
teniendo en torno de sí amor o calor humano y sobrenatural; ¿no habrá por
detrás una intención mentirosa para eliminar a los disminuidos física,
psicológica o espiritualmente?; ¿aquellos que, en prolongado sufrimiento, su
mente perturbada por esta triste situación, pueda llevarlos a pedir
legítimamente la muerte, haciéndolo de buena fe?
La muerte no tiene vuelta atrás. En el mundo paganizado
que vivimos, que perdió la certeza de la inmortalidad futura y la esperanza de
la resurrección prometida, si no se proyecta una luz nueva sobre el sufrimiento
y la muerte, no se tendrá la fuerza extraordinaria para confiar en los
designios de Dios.
Digan
lo que digan, es inadmisible asesinar a un pobre enfermo. La eutanasia sigue
siendo – en el decir de San Juan Pablo II – un acto intrínsecamente malo: “una grave
violación de la ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente
inaceptable de una persona humana” (Evangelium vitae, 65).
Que San Joaquín y Santa Ana, cuya
fiesta el 26 de julio celebramos, ayuden a nunca abandonar a los que sufren, a
no rendirse nunca, a cuidar y amar para dar esperanza. Que quede claro para
todos que, provocar la muerte nunca puede ser una referencia para evitar el
sufrimiento, que crezca en todo lugar la defensa de la vida y de los cuidados
paliativos. Amén.