La repercusión, en el ámbito cultural y religioso de la revolución de Mayo del 68 en París
En la llamada revolución de la Sorbonne ocurrida en París en mayo de 1968, nacía una especie de nueva era histórica que podríamos llamar “civilización de los instintos”, si es que se la puede calificar de civilización.
Un punto de referencia, en la crisis moral del hombre moderno, fue la llamada “revolución de la Sorbonne” de mayo de 1968, en París, que con sus consignas –de una radicalidad toda especial– incitaba a un cambio profundo en la sociedad. Promiscuidad desenfrenada, desorden, explosiones de violencia, era cómo predicaban” el nacimiento de una nueva era histórica en que los instintos serían liberados después de siglos de “esclavitud”. Su medio de comunicación propagandística fueron las paredes, en las que estampaban eslóganes. Era el instrumento de manifestación utilizado por los estudiantes. Retornaba la antigua técnica de los graffiti, a través de los cuales transmitían el mensaje de este estallido revolucionario.
El más famoso de los eslóganes escritos fue: “es prohibido prohibir”. Reflejaba la idea de que todas las prohibiciones estaban prohibidas, a lo que agregaban, “la libertad comienza con una prohibición”. Esta contradictoria frase era un prohibir que invitaba -rechazando todo tipo de prohibición- al libertinaje más completo. Era “prohibido prohibir” toda forma de capricho a ser satisfecho, toda forma de pecado. Lo que querían –está en el trasfondo del propio eslogan– era prohibir la práctica de la virtud, en una actitud de plena intolerancia hacia ella.
Otros graffitis, incitando a un cambio profundo, hicieron fama: “La imaginación toma cuenta del poder”, “Si Dios existiese, sería preciso matarlo”, “Ni Dios, ni maestro”, “El arte ha muerto”. Uno, muy expresivo, escrito en la universidad de Nanterre, fue: “Lo sagrado: ahí está el enemigo”.
Aparecía un nuevo modelo trayendo en pos de si una nueva mentalidad. Era una “revolución cultural”, llegando con una penetración y radicalidad sorprendente. Emergía un cambio que llevaría a los extremos que hoy estamos viendo y viviendo. Una transformación de la sociedad, un expulsar a Dios de entre los hombres. La anarquía penetraba. Era el despuntar de un mundo en el que cada uno puede hacer lo que quiera. En concreto un cambio inmenso. Nacía una especie de era Histórica nueva, que podríamos llamar “civilización de los instintos”, si es que se puede llamar civilización.
Algunos acomodaticios pensaron que las ideas de mayo del 68 no alcanzarían los objetivos reflejados en los eslóganes escritos en las paredes de las universidades de París, por su radicalidad. Se engañaban. La acción de contagio que ejerció esta revolución del 68, dio lugar a que después de ella, el mundo ya no era el mismo.
Si recordamos que esta agitación era hecha por jóvenes de traje y corbata, con zapatos, de cabello corto; la droga era apenas una novedad en esos tiempos, nadie usaba «blue-jeans», nadie aparecía de zapatillas en la calle y mucho menos de bermudas. Sin embargo, esos jóvenes revolucionarios trajeron profundas transformaciones que fueron penetrando en todas las capilaridades de la vida social. Fue como un mar que se hace pequeño entrando en la playa, pero por detrás tiene la fuerza enorme del océano.
Aparecen tipos humanos nuevos en la sociedad, como “símbolos-modelo” entre los hombres de aquella década del 60: desarreglados, con amplias cabelleras, ropas deterioradas, una higiene que parece olvidada; preanunciando grandes alteraciones que no tardarían en venir.
Eran cambios en el sentir, en la forma de actuar, en la formas de vivir. Una profunda metamorfosis social y cultural deriva a los pocos en el modelo hippie. Toda regla, desde lo moral hasta las costumbres, entró en crisis. Músicas, vestimentas, gestos, fueron presentándose como una pseudo-liturgia al mundo.
Herbert Marcuse, considerado el ideólogo de esta revolución, deja correr su pensamiento en su “nueva dimensión revolucionaria”, proponiendo un cambio total. Con naturalidad afirmaba que era necesaria la desintegración del sistema de vida de los hombres: “uno puede indudablemente hablar de una revolución cultural, pues la protesta apunta hacia todo el establecimiento cultural, incluyendo la moral de la sociedad existente” (La sociedad carnívora, 1969).
Esta transformación de la vida cotidiana, de los modos sentir y vivir, se fue desarrollando con mayor intensidad en los últimos años, modificando los hábitos de Occidente. Es la “liberación de los instintos”, es el relativismo moderno que niega la existencia de un bien y un mal, de una verdad y un error, que objeta que el hombre debe regirse por reglas de conducta.
Este fenómeno penetró en vastos sectores de la sociedad, principalmente en la familia, que aparece como una institución antigua y moribunda. En las vestimentas asistimos a la presentación de jóvenes –y no sólo ellos lamentablemente– de forma extravagante. Al mismo tiempo en el relacionamiento humano, la cortesía, el buen trato, van desapareciendo. Los hombres quedan rodeados de un mundo anárquico, caótico y agresivo. Lo vulgar toma el lugar de lo ceremonioso. La educación es una cosa del pasado que quita la “libertad” pregonada por los eslóganes de la Sorbonne.
Una presencia agrava más esta circunstancia, surgen los medios electrónicos de comunicación: novedades, impresiones, desaparición del pensamiento, van empujando al hombre moderno a vivir apenas de sensaciones. Juan Pablo II afirmaba a los responsables de las Comunicaciones Sociales que: “la velocidad, la cantidad y el alcance de la comunicación, no favorecen del mismo modo el frágil intercambio entre mente y mente, entre corazón y corazón, que hoy día debe caracterizar toda comunicación al servicio de la solidaridad y del amor” (24-1-2005).
Quedan los hombres atraídos por múltiples solicitaciones. Tienen que elegir entre caminar rumbo a lo sagrado, o dejarse atropellar por el secularismo reinante. En otros tiempos era impensable una situación así, decía Benedicto XVI, “porque se hallaba todavía presente el respeto por la imagen de Dios, mientras que sin ese respeto el hombre se absolutiza a sí mismo y todo le será permitido, volviéndose entonces realmente destructor” (Luz del mundo, 67). En este entrechoque entre lo sagrado y lo no sagrado, aquellos que llevan en sí lo sagrado harán realidad ser la luz de Cristo para el mundo que los rodea. Quiera la Santísima Virgen ayudarnos en estos cruciales momentos que nos han tocado vivir.