En todos los pesebres San José está presente, al lado de María y protegiendo al Niño Jesús. Pero, para muchas personas, su papel todavía es poco conocido.
Por ocasión de la Encarnación del ángel revela que María será la Madre de Jesús por obra del Espíritu Santo, sin competencia humana.
Comenzaba ahí la prueba de San José. De acuerdo con las costumbres de la época el matrimonio israelí era constituido por dos actos distintos: conyugal y nupcial. Así, al afirmar que María «estaba comprometida en casamiento con José y, antes de que vivieran juntos, Ella quedó embarazada por la acción del Espíritu Santo», el Evangelista sitúa el momento de la Encarnación del Verbo en el período posterior a la ceremonia de compromiso, sino antes de María ir a habitar en la casa del esposo. Algunos meses después, eran visibles las señales de la gestación del Niño Jesús. Sin embargo, Ella nada dijo al esposo. Y él nada preguntó… San José era justo, subraya el evangelista. Y delante de esa Virgen que le fuera dada como esposa, tomó una actitud humilde y admirable. La santidad de la Virgen María era incuestionable. Todavía, también evidente e inexplicable era la realidad. Él comprendió que se deparaba con un misterio y aceptó sin reparos los designios divinos que no entendía. Y, ante lo inexplicable, José quiso huir, abandonando a su esposa embarazada, sustrayéndose así de las obligaciones impuestas por la ley. De este modo, asumiría sobre sí la infamia de haber abandonado sin motivo a la esposa inocente y al futuro hijo. Fue esta su elección. Bien se comprende que él haya resuelto abandonar a María «en secreto», a fin de ponerla a salvo de cualquier sospecha. Pero, ¿por qué ocultarle esa decisión? Solamente un extremo de delicadeza puede explicarnos ese silencio: temía colocar a su esposa en la contingencia de exponerle aquel misterio que él, por humildad, juzgaba no ser digno de conocer. José entonces fue a dormir con la disposición de que al día siguiente iba a partir a ocultas. Entonces un ángel del Señor le aparece en sueños y dice: «José, hijo de David no tengas miedo de recibir a María como tu esposa, porque Ella concibió por la acción del Espíritu Santo. Ella dará a luz un hijo, y tú le darás el nombre de Jesús, pues Él va a salvar a su pueblo de sus pecados» (Mt 1, 20-21). Las palabras del ángel a San José confirmaban de modo ilegible estar cumpliéndose en aquel momento la profecía hecha por Isaías «He aquí que una virgen concebirá y dará a luz un hijo.» (Is 7, 14).
Bien podemos imaginar que, vencida la prueba, al despertar de la mañana siguiente fue San José luego a adorar a Jesucristo en su primer y más santo Sagrario: María Santísima. Dios se había encarnado y allí estaba, ¡bajo su guarda! Él ya no podría más mirar a Nuestra Señora sin adorar a Dios-Niño entronizado en aquel incomparable tabernáculo. Sin duda San José, después de atravesar, con admirable paz de alma, un terrible y lacerante sufrimiento, tuvo el consuelo de, después de la Santísima Virgen, ser el primer adorador de Dios Encarnado.