Remontándonos a los tiempos en que Urbano IV ocupaba la Cátedra de Pedro, por el año 1264, encontraremos el origen de esta Solemnidad.
Ya existía, en esas lejanas épocas, tan llenas de piedad cristiana, en algunas regiones de Alemania, Bélgica y Polonia, la adoración eucarística. Pero lo que moviera al entonces Santo Padre a establecer esta solemnidad, fueron las revelaciones que recibiera una joven religiosa en un monasterio de Mont Cornillon, Bélgica.
Una mujer, de vida santa y fervor especial, fue quien contribuyó para una de las solemnidades más importantes del año litúrgico: el Corpus Christi. Es Santa Juliana de Cornillon, nacida el año 1192, en Lieja, pequeña ciudad en que existían grupos femeninos de adoración eucarística, guiados por piadosos sacerdotes. La oración y la práctica de la caridad las caracterizaban.
Juliana, huérfana desde muy niña, es confiada a las monjas agustinas. Con el tiempo recibe el hábito de esta orden. Si bien era muy inteligente, lectora de los Padres de la Iglesia, especialmente San Agustín, su tendencia personal era hacia la contemplación. Fue una particular adoradora del Santísimo Sacramento del altar.
A los dieciséis años tuvo la primera y singular visión que se repetía en sus momentos de adoración eucarística: la luna en todo esplendor con una franja oscura que la atravesaba. Poco después, el Señor le hizo comprender el significado. La luna era la vida de la Iglesia en la tierra, la línea opaca representaba la ausencia de una fiesta litúrgica, para cuya institución le pedía a Juliana, que se dedicase. Para que los creyentes, adorando la Sagrada Eucaristía puedan aumentar su fe, avanzar en la práctica de las virtudes y reparar las ofensas al Santísimo Sacramento.
Tras veinte años de religiosa, incluso aun llegando a ser priora del convento, Juliana conservó en secreto esta revelación. Lo confió a otras dos fervientes adoradoras. Las tres mujeres establecieron una especie de “alianza espiritual”, con el propósito de glorificar al Santísimo Sacramento. Quisieron implicar también al canónigo de la iglesia de San Martín de Lieja, Juan de Lausana, pidiéndole que interpelara a teólogos y eclesiásticos sobre lo que ellas llevaban en el corazón. Las respuestas fueron positivas y alentadoras.
“Lo que le sucedió a Juliana de Cornillon se repite frecuentemente en la vida de los Santos: para tener la confirmación de que una inspiración viene de Dios, es necesario siempre sumirse en la oración, saber esperar con paciencia, buscar la amistad y el acercamiento con otras almas buenas, y someter todo al juicio de los Pastores de la Iglesia. Fue precisamente el Obispo de Lieja, Roberto de Thourotte, quien, después de las dudas iniciales, acogió la propuesta de Juliana y de sus compañeras, e instituyó, por primera vez, la solemnidad del Corpus Domini (Christi) en su diócesis. Más tarde, otros obispos le imitaron, estableciendo la misma fiesta en los territorios confiados a sus cuidados pastorales”, relataba detalladamente el Santo Padre Emérito Benedicto XVI en una de sus catequesis de los miércoles (17-10-2010). “Sucedió también a Juliana, que tuvo que sufrir la dura oposición de algunos miembros del clero y del mismo superior del que dependía su monasterio” (Ídem). Son las pruebas por las que pasan todos los santos.
En determinado momento tuvo que dejar el monasterio de Mont-Cornillon pasando, junto con sus compañeras, a uno de monjas cistercienses. A pesar del reproche de sus adversarios, seguía difundiendo con celo el culto eucarístico. Falleció en 1258 en Fosses-La-Ville, en Bélgica. Murió contemplando con un último arrebato de amor a Jesús Eucaristía, a quien había siempre amado, honrado y adorado.
Giacomo Pantaléon de Troyes, que había conocido a la Santa durante su ministerio de archidiácono en Lieja, llegado a ser Papa con el nombre de Urbano IV, en 1264, quiso instituir la solemnidad del Corpus Christi como fiesta de precepto para la Iglesia universal, el jueves sucesivo a Pentecostés.
En la Bula de institución, Transiturus de hoc mundo (11-10-1264) el Papa Urbano evoca con discreción también las experiencias místicas de Juliana, avalando su autenticidad: “Aunque la Eucaristía cada día sea solemnemente celebrada, consideramos justo que, al menos una vez al año, se haga de ella más honrada y solemne memoria”.
Establecido estaba el Pontífice Romano en esos momentos en la ciudad de Orvieto, Italia por el año 1263. En la bella y gótica catedral de esa ciudad se conservaba – aún en los días de hoy –, el corporal usado por un sacerdote con fuertes dudas de la presencia real del Cuerpo y Sangre de Nuestro Señor Jesucristo en el Sacramento de la Eucaristía. Durante la celebración de la Santa Misa, precisamente el momento que consagraba el pan y el vino, fue tomado por fuertes dudas. De forma milagrosa, unas gotas de sangre comenzaron a brotar de la Hostia en esos momentos, como milagrosa confirmación de lo que estaba ocurriendo. Ese corporal se encuentra, con la marca del milagro eucarístico ocurrido, en Bolsena, ciudad cercana a Orvieto.
El Papa Urbano IV, para la inicial solemnidad preparada, solicitó a teólogos del momento, entre los cuales el gran Santo Tomás de Aquino, que compusieran un himno litúrgico en honra del Santísimo Sacramento. Así nació el famoso canto gregoriano, secuencia de la Misa de la Solemnidad, Lauda Sion Salvatorem (Al Salvador alabemos), hasta hoy usado en ceremonias en honra del Santísimo Sacramento del Altar, del que decía Benedicto XVI: “son obras maestras, en las que se funden teología y poesía. Son textos que hacen vibrar las cuerdas del corazón” (17-10-2010).
Transcurrieron los años hasta que finalmente, el Papa Juan XXII estableció para toda la Iglesia, en 1317, la solemnidad. Así es que, hasta nuestros días, “la participación devota de los fieles en la procesión eucarística en la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo es una gracia de Dios, que cada año llena de gozo a quienes toman parte en ella” (Ecclesia de Eucharistia, 10).
Reafirmemos pues, con el Catecismo de la Iglesia Católica, “Jesucristo está presente en la Eucaristía de modo único e incomparable. Está presente, en efecto, de modo verdadero, real y sustancial: con su Cuerpo y con su Sangre, con su Alma y su Divinidad. Cristo, todo entero, Dios y hombre, está presente en ella de manera sacramental, es decir, bajo las especies eucarísticas del pan y del vino” (Compendio Catecismo, 282).
Concluimos incentivando a la fiel observancia del encuentro dominical con Nuestro Señor Eucarístico en la Santa Misa, esto nos mantendrá firmes en la fe en estos momentos convulsionados que vivimos. No dejemos de visitar, con frecuencia, al Señor Sacramentado expuesto en muchas parroquias. Allí encontraremos la paz en nuestras almas. ◊