El heraldo del Mesías
junio 23, 2023Ver, mirar, admirar
julio 3, 2023Un simple pescador de Betsaida proclama que el hijo de un carpintero es realmente Hijo de Dios, por naturaleza. Allí fue plantado el grano de mostaza, del cual nacerían las iglesias, las ceremonias, las universidades, los mártires, doctores y santos, en fin, la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana.
I – Consideraciones iniciales
Cuesta encontrar a alguien que no haya comprobado la consonancia de sonidos en cristales armónicos. Basta un simple golpe en uno de ellos para que los demás vibren en afinidad; incluso, sirve como prueba para establecer la autenticidad de unas copas frente a otras.
Lo mismo ocurre en el campo de las almas. Las que son entrañablemente católicas se distinguen con facilidad de las tibias, ateas o heréticas, cuando hacemos “sonar” una simple nota: el amor al Papado, sea quien sea el Papa. Las almas fervorosas se inflaman, las tibias permanecen indiferentes, otras se incomodan, etc.
Pues bien, ésta es la materia del Evangelio de hoy. A fin de prepararnos para contemplar los panoramas que nos ofrece, se nos ocurrió reproducir las consideraciones siguientes. Así podremos hacernos una idea de la calidad del “cristal” de nuestra alma:
«Todo cuanto hay en la Iglesia de santidad, de autoridad, de virtud sobrenatural, todo, absolutamente todo esto sin excepción, ni condición ni restricción, está subordinado, condicionado, dependiente de la unión a la Cátedra de San Pedro. Las instituciones más sagradas, las obras más venerables, las tradiciones más santas, las personas más insignes, en fin, todo lo que más genuina y soberanamente pueda expresar al Catolicismo y adornar a la Iglesia de Dios, todo esto se vuelve nulo, maldito, estéril, digno del fuego eterno y de la ira de Dios, si se aparta del Romano Pontífice. Conocemos la parábola de la vid y los sarmientos. En esa parábola, la vid es Nuestro Señor, los sarmientos son los fieles.
Pero como Nuestro Señor se unió de manera indisoluble a la Cátedra Romana, se puede decir con total seguridad que la parábola sería verdadera entendiéndose la vid como la Santa Sede y los sarmientos como las varias diócesis, parroquias, órdenes religiosas, instituciones particulares, familias, pueblos y personas que constituyen la Iglesia y la Cristiandad. Todo esto sólo será verdaderamente fecundo en la medida que tenga una íntima, calurosa, incondicional unión a la Cátedra de San Pedro».
“‘Incondicional’, decimos, y con razón. En moral, no hay condicionalismos legítimos. Todo está subordinado a la grande y esencial condición de servir a Dios. Pero, dado que el Santo Padre es infalible, la unión a su infalible magisterio [únicamente] puede ser incondicional.
«Por esto, es signo de vigor espiritual de los fieles una extrema susceptibilidad, una vibrátil y vivaz delicadeza con todo lo referido a la seguridad, gloria y tranquilidad del Romano Pontífice. Después del amor a Dios, es éste el más alto de los amores que la Religión nos enseña. Un amor y el otro hasta se confunden. Cuando santa Juana de Arco fue interrogada por sus perseguidores, que querían matarla, y para esto buscaban hacerla caer en algún error teológico por medio de preguntas capciosas, ella respondió: ‘En cuanto a Cristo y a la Iglesia, para mí son una sola cosa’.
Y nosotros podríamos decir: ‘Para nosotros, entre el Papa y Jesucristo no hay diferencia’. Todo lo que se relaciona con el Papa se relaciona directa, íntima e indisolublemente con Jesucristo« [1].
II – El Evangelio: “Tu es petrus»
Pregunta de Jesús y circunstancias en que fue hecha
Cuando llegó Jesús a la región de Cesarea de Filipo, preguntó a sus discípulos: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?»
La ciudad en la cual se desarrolla el evangelio de hoy había sido construida por el tetrarca Filipo, que para atraer la simpatía del emperador César Augusto, le dio el nombre de Cesarea. Desconoce la Historia el recorrido exacto que emprendieron el Señor y los apóstoles a esa altura de los acontecimientos; la conjetura más probable es que hayan seguido el camino de Damasco hacia Jerusalén, cerca del puente de las Hijas de Jacob. El territorio donde nace el río Jordán, comprendido entre Julias y Cesarea, es rocoso, solitario y accidentado. Ahí, en esa montañosa y pétrea localidad, Herodes el Grande erigió un vistoso templo de mármol blanco en homenaje al emperador César Augusto. Caminando sobre las piedras de la región, y tal vez con dicho templo al alcance de la vista, se produjo el diálogo durante el cual quedaron explícitas para los apóstoles la naturaleza divina de Jesús y la edificación de la Santa Iglesia.
Conviene recordar que la divina pedagogía de Jesús elegía los accidentes de la naturaleza sensible para efectos didácticos, haciendo comprender mejor así a sus oyentes las realidades invisibles del universo de la fe. Podríamos citar innumerables casos al respecto, pero basta recordar la manera en que Cristo convocó a los dos hermanos pescadores, Pedro y Andrés: “Seguidme y os haré pescadores de hombres” (Mt 4, 19). Por tanto, no nos basamos en razones meramente poéticas para suponer que el desarrollo de esta conversación se verificó sobre las piedras; como trasfondo existe un elevado tenor simbólico. Allí había rocas que debían perpetuarse, y la contemplación de esas criaturas minerales, fruto de su omnipotencia, hacía más bella y solemne la profecía de la edificación de su indestructible Iglesia.
Algunos autores destacan otro aspecto importante: el hecho de que Jesús eligiera una región perteneciente a la gentilidad para manifestarse como Hijo de Dios y fundar el primado de su Iglesia. Lo interpretan como un presagio del rechazo al reino mesiánico por parte de los judíos, y su definitiva transferencia a los gentiles.
“Un día en que estaba él solo haciendo oración…” (Lc 9, 18). Según nos relata san Lucas, toda la conversación narrada en el evangelio de hoy se realizó después de que Jesús se hubiera recogido y “perdido” con sus facultades humanas en las infinitudes de su Padre eterno. Utilizó ese medio infalible de acción —la oración— para dar raíces y savia inmortales a la obra que plantaría.
Según la Glosa, “el Señor, queriendo afirmar a sus discípulos en la fe, comienza por alejar de sus espíritus las opiniones y los errores de otros” [2]; es decir, fortalecía sus convicciones invitándolos a tomar conciencia clara de los equívocos de la opinión pública sobre la identidad de Cristo. Es curioso el comentario de san Juan Crisóstomo sobre el carácter “sumamente malicioso” [3] del juicio emitido por los escribas y fariseos acerca del Divino Maestro, muy distinto al que tenía la opinión pública, que a pesar de erróneo, no estaba motivado por ninguna maldad.
Jesús no pregunta lo que piensa el resto acerca de Él, sino del Hijo del Hombre, “con el fin de explorar la fe de los apóstoles y darles ocasión de decir libremente lo que sentían, aunque ello no excediera los límites de lo que podía sugerirles la santa Humanidad” [4]. Jesús, gracias a los conocimientos que le eran propios, desde el divino al experimental, ya sabía cuáles eran las opiniones que circulaban con respecto a su figura, y por ende no necesitaba informarse; deseaba, eso sí, llevarlos a proclamar la verdad en respuesta a los errores de la opinión pública.
El pueblo no consideraba a Jesús como el Mesías
Ellos respondieron: “Unos dicen que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas».
Los apóstoles tenían noción exacta del juicio que los “hombres” de entonces se hacían del Divino Maestro. A pesar de todas las evidencias, de los milagros, de la doctrina nueva dotada con potencia, etc., el pueblo no lo consideraba el Mesías tan esperado. A ojos de todos, Jesús surgía como la resurrección o reaparición de anteriores profetas. No encontraban en él la eficaz magnificencia del poder político, tan esencial para la realización del fabuloso sueño mesiánico que los embriagaba. Por ello, lo imaginaban como el Bautista resucitado, o Elías, un precursor más específico, o incluso un Jeremías, eximio defensor de la nación teocrática (cf. 2 Mac 2, 1-12). En este versículo se aprecia con claridad cómo el espíritu humano se inclina hacia el error y se aleja fácilmente de los verdaderos prismas de la salvación. Pero al menos aquellos contemporáneos de Jesús todavía discernían algo grandioso en Él; sería interesante preguntarnos cómo lo ve la humanidad globalizada, cientificista y relativista de nuestros días.
Pedro lo reconoce como Hijo de Dios
Él les dijo: “Y vosotros, ¿quién decís que soy Yo?»
San Juan Crisóstomo subraya la esencia de esta segunda pregunta 5. Sin refutar los errores de apreciación de los otros, Jesús quiere oír de labios de sus más íntimos el juicio que tienen de Él. Para hacerles más fácil la proclamación de su divinidad, no usa aquí el humilde título de Hijo del Hombre.
Tomando la palabra Simón Pedro, dijo: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”.
Pedro hablaba como intérprete de la opinión de todos, por ser el más fervoroso y el principal [6], aunque no era la primera vez en que se reconocía a Jesús como Hijo de Dios. Ya Natanael (cf. Jn 1, 49), los apóstoles tras la tempestad en el mar de Tiberíades (cf. Mt 14, 33) y el mismo Pedro (cf. Jn 6, 69) habían expuesto esa convicción.
¡Sola fides! Aquí no hay elemento alguno emocional o sensible, como en circunstancias anteriores. En medio de las rocas frías de un ambiente ecológico, lejos de acontecimientos arrebatadores y de la agitación de las turbas o de las olas, sólo se deja oír la voz de la fe.
«Certísimo argumento es que Pedro llamó a Cristo hijo de Dios por naturaleza, cuando lo contrapone a Juan, Elías, Jeremías y los profetas, que fueron, claro está, hijos de Dios por adopción” [7]. Además, como comenta el mismo Maldonado, Pedro da a Dios el título de “vivo” para distinguirlo de los dioses paganos, que son sustancias muertas. Y por fin, el artículo —como suele suceder en el griego— precediendo al sustantivo “hijo”, designa “hijo único” según la naturaleza, y no uno entre varios.
La ciencia humana no tiene fuerza para alcanzar la unión hipostática
Jesús, respondiendo, dijo: “Bienaventurado eres tú, Simón Bar Jona, porque no es la carne ni la sangre quien te ha revelado esto, sino mi Padre que está en los cielos».
Al felicitar a su apóstol, Jesús avala la afirmación de Pedro al respecto de su filiación y, por tanto, de su naturaleza divina y consubstancial al Padre. Sobre este apartado, los comentaristas se muestran unánimes. Era una costumbre judaica indicar la filiación de la persona para resaltar su importancia; en este caso concreto estaba la intención de manifestar que “Cristo es tan naturalmente Hijo de Dios, como lo es Pedro de [su padre] Juan, es decir, que es de la misma sustancia de aquél que le engendró» [8].
Las palabras de Pedro no son fruto de un raciocinio basado en el simple conocimiento experimental. Después de no pocas curaciones, los beneficiados habían conferido con exclamaciones al Salvador el título de “Hijo de David” (cf Mt 15,22; Mc 10,47, etc.), conocido como uno de los indicativos de Mesías. Los propios demonios, al encontrarse con él, lo proclamaban “el Santo de Dios” (Lc 4, 34), “el Hijo de Dios” (Lc 4, 41), “Hijo del Altísimo” (Lc 8, 28; Mc 5, 7). Él mismo declara ser “dueño del sábado” (Mt 12, 8), y tras la multiplicación de los panes la multitud quería aclamarlo “Rey” (Jn 6, 15). Muchos otros pasajes como éstos podrían indicarnos fácilmente las profundas impresiones causadas por Jesús en sus discípulos [9]. Sin embargo, nunca antes Pedro recibió tal elogio salido de los labios del Salvador.
En este pasaje se lo declara bienaventurado, “porque mereció la alabanza de haber mirado y visto más allá de lo humano, no contemplando lo que es de carne y sangre, sino comprendiendo por revelación del Padre celestial al Hijo de Dios, y fue juzgado digno de conocer él primero, la Divinidad de Cristo» [10].
Por lo tanto, la afirmación de Pedro partió desde un discernimiento penetrante, lúcido y abarcador de la naturaleza divina del Hijo de Dios. La ciencia, la genialidad o cualquier otro don humano no tienen fuerza suficiente para alcanzar los páramos de la unión hipostática realizada en el Verbo Encarnado. Es indispensable que sea revelada por el propio Dios y aceptada por el hombre. Pero el hombre sin fe se aferra a sus propias ideas, tradiciones y estudios, rechazando a veces las pruebas más evidentes, como son los milagros. Para alguien así, Jesús no pasa —como mucho— de un sabio o de un profeta. Habrá también quienes no lo verán sino como “el hijo del carpintero” (Mt 13, 55).
Esa es nuestra fe enseñada por la Iglesia, revelada por el propio Dios, anunciada por el Hijo, el enviado del Padre, y confirmada por el Espíritu Santo, enviado por el Padre y por el Hijo. Las verdades de la fe no son fruto de sistemas filosóficos, ni de la elaboración de grandes sabios.
Jesús edifica su Iglesia sobre Pedro
“Y yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella».
Fue indispensable y excelente que Orígenes afirmara inspiradamente: “Pero no expresa el Señor si prevalecerá la piedra sobre que está edificada la Iglesia, o si será la Iglesia edificada sobre la piedra; sin embargo, es indudable que ni contra la piedra, ni contra la Iglesia prevalecen las puertas del infierno” [11]. Sí, porque muchos esfuerzos y diligencias de un considerable número de herejes han sido empleados para destruir esa piedra, o sea, al Vicario de Jesucristo en la Tierra, en la tentativa de derribar el sagrado edificio de la Iglesia a partir de su fundamento, que es la alegría, consuelo y triunfo de los verdaderos católicos. En ese “edificaré” se encuentra el real anuncio del Reino de Jesús. El grande y divino designio comienza a de linearse en ese nombre, nunca usado hasta entonces: “mi Iglesia«.
El plan de Jesús es proclamado sobre las rocas de Cesarea, por el propio Hijo de Dios, que se presenta como un divino arquitecto para erigir ese edificio indestructible, grandioso y santísimo, la sociedad espiritual, constituida por hombres: militante en la Tierra, padeciente en el Purgatorio, triunfante en el Cielo. El conjunto de todos aquellos que se unen bajo la misma fe en esta tierra, se llama Iglesia. De ésta, el fundamento es Pedro y todos sus sucesores, los romanos pontífices, pues, en caso contrario, no perduraría la existencia del edificio. Es un punto vital de nuestra fe: “el hecho de estar edificada la Iglesia sobre el mismo Pedro”, algo que, por lo demás, “es admitido por todos los autores antiguos, a excepción de los herejes» [12].
Un solo cuerpo y un solo espíritu en torno al Sucesor de Pedro
«Hay muchas personas constituidas en autoridad dentro de la Iglesia, a las cuales hemos de estar unidos por la obediencia. Sin embargo, toda esta variedad tiene que reducirse a un prelado primero y supremo, en quien principalmente se concentre el principado universal sobre todos. Ha de reducirse, digo, no sólo a Dios y a Cristo, mediador entre Dios y los hombres, sino también a su Vicario; y esto no por estatuto humano, sino por estatuto divino, mediante el cual Cristo constituyó a San Pedro en príncipe de los apóstoles, establecidos a su vez como príncipes sobre la tierra. Y esto lo hizo Cristo convenientísimamente, por exigirlo el orden de la justicia universal, la unidad de la Iglesia y la estabilidad tanto de este orden como de esta unidad» [13].
El “Tu es Petrus…” se aplicará a todos los elegidos en cónclave para sentarse en la Cátedra de la Infalibilidad. Así pues, murió Pedro pero no el Papa; y es alrededor de éste que la Iglesia mantiene su unidad.
«Fácil es la prueba que confirma la fe y compendia la verdad. El Señor habla a San Pedro (Mt 16,18) y le dice: ‘Yo te digo a ti que tú eres Pedro…’ Y en otra parte (Jn 21,17), después de su resurrección: ‘Apacienta mis ovejas’. Sobre él solo edifica su Iglesia, y le encarga apacentar su rebaño. Y aunque a todos los apóstoles les confiere igual potestad (Jn 20,21) y les dice: ‘Como me envió mi Padre, así os envío yo…’, sin embargo, para manifestar la unidad, estableció una cátedra, y con su autoridad dispuso que el origen de esta unidad se fundamentase en uno. Cierto que todos los apóstoles eran lo mismo que Pedro, adornados con la misma participación de honor y de potestad; pero el principio dimana de la unidad, y a Pedro se le dio el primado para demostrar que una es la Iglesia de Cristo y una la cátedra. Todos son pastores, pero hay un solo rebaño, apacentado por todos los apóstoles de común acuerdo […].
«El que no cree en esta unidad de la Iglesia, ¿puede tener fe? El que se opone y resiste a la Iglesia, el que abandona la cátedra de Pedro, sobre la que aquélla está fundada, ¿puede pensar que se halla dentro de la Iglesia? También el bienaventurado Pablo enseña lo mismo, y pone de manifiesto el misterio de la unidad, cuando dice (Ef 4,4-6): ‘Sólo hay un cuerpo y un espíritu, como también una sola esperanza, la de vuestra vocación. Sólo un Señor, una fe, un bautismo, un Dios’» [14].
Jurisdicción plena, suprema y universal
Si leemos los Hechos de los Apóstoles, encontraremos a Pedro ejerciendo ese supremo poder, al hablar en primer lugar en las reuniones de los apóstoles, al proponer lo que debe hacerse, inaugurando la misión apostólica, acabando discusiones con su palabra, etc. Y así se ha perpetuado, a lo largo de dos milenios, la jurisdicción y el magisterio de los Papas.
Todo sucesor de Pedro posee verdadera jurisdicción, pues tiene el poder de promulgar leyes, juzgar e imponer penas, de forma directa, en materia espiritual, e indirecta, en el campo temporal, siempre que se presenten como necesarias para obtener bienes espirituales. Dicha jurisdicción es plena: no hay poder en la Iglesia que no resida en el Papa. Es universal, o sea, todos los miembros de la Iglesia (fieles, sacerdotes y obispos) están sometidos a él. Y además, suprema: el Papa está por encima de todos, y nadie por encima de él. Los mismos Concilios Ecuménicos no pueden realizarse si él no los convoca y preside.
Los propios estatutos conciliares no le obligan, teniendo él el poder para cambiarlos o derogarlos.
Magisterio infalible
Otro tanto puede afirmarse sobre una función grande y análoga de Pedro y sus sucesores: el supremo Magisterio que no puede equivocarse, como columna que sostiene a la Iglesia. El Papa es infalible al hablar ex cathedra, o sea, en calidad de maestro (doctor) de todos los cristianos, al definir, con autoridad apostólica, doctrinas sobre fe y moral, que deben ser admitidas por toda la Iglesia universal.
«Dulce Cristo en la tierra«
«Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra será atado en los cielos, y lo que desates en la tierra será desatado en los cielos».
Cristo retornaría al Padre, dejando en las manos de Pedro las llaves de Su Iglesia. “Quien tiene el uso legítimo y exclusivo de las llaves de una casa o ciudad es el mayordomo o intendente supremo que ha recibido los poderes del señor. La Iglesia es el reino de los cielos en este mundo: la Iglesia triunfante será el reino definitivo y eterno de los cielos, prolongación de esta misma Iglesia de la tierra, ya purificada de toda impureza. Pedro tendrá poder de abrir y cerrar la entrada en esta Iglesia temporal y, como consecuencia, en la eterna» [15].
La cabeza de ese cuerpo místico siempre será Cristo Jesús. Durante la Historia de la humanidad, Él será el jefe invisible, pero deja entre nosotros a un Pedro accesible, el “dulce Cristo en la tierra” (expresión usada por santa Catalina de Siena) a quien todos debemos amar como buen padre, obedecer hasta en sus mínimas sugerencias y consejos, honrar como a un supremo monarca, rey de reyes.
III – Nace una obra indestructible
Causa pasmo el desarrollo de ese acontecimiento histórico ocurrido en la “región de Cesarea de Filipo”. Un simple pescador de Betsaida proclama que el hijo de un carpintero es realmente Hijo de Dios, por naturaleza. Éste, en seguida, anuncia que edificará una obra indestructible y dejará en manos de su administrador, con plenos poderes de jurisdicción y magisterio, “las llaves del reino de los cielos”. El ambiente que los rodea es pobre, árido pero con cierta grandeza. Allí es plantado “el grano de mostaza”, del cual nacerían las iglesias, las catedrales, las ceremonias, los vitrales, las universidades, los hospitales, los mártires, los confesores, las vírgenes, los doctores, los santos, en fin, la Santa Iglesia Católica Apostólica y Romana.
Al cabo de dos milenios, después de muchas y catastróficas tempestades, la “nave de Pedro” sigue intacta, manteniendo a Cristo, con poder absoluto, en su centro. No hay otra institución que resistiera la corrupción producida por los desvíos morales o por la perversión de la razón y del egoísmo humano. Sólo la Iglesia supo enfrentar las teorías caóticas, oponiéndoles la verdad eterna; enfriar el egoísmo, la violencia y la voluptuosidad, utilizando las armas de la caridad, justicia y santidad; persuadir y reformar los poderes despóticos y materialistas de este mundo, con la solemne y desarmada influencia de una sabia, serena y maternal autoridad. Unas manos meramente humanas no podrían de erigir tan portentosa obra; sólo la virtud misma del propio Dios sería capaz de conferir santidad y elevar a la gloria eterna a hombres concebidos en pecado. ◊
Por Monseñor João Scognamiglio Clá Dias, EP
Notas:
1 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. A Guerra e o Corpo Místico, em «O Legionário», de 16/4/1944.
2 AQUINO, São Tomás de. Catena Aurea.
3 CRISÓSTOMO, San Juan. Homilía 54 sobre el Evangelio de San Mateo, § 1.
4 MALDONADO, SJ, P. Juan de. Comentario a los cuatro Evangelios. Madrid: BAC, 1950, v. I, p. 579.
5 Cf. CRISÓSTOMO. Op. cit. § 1.
6 Cf. CRISÓSTOMO. Idem ibidem.
7 MALDONADO, Op. cit. p. 580.
8 CRISÓSTOMO. Op. Cit. § 3.
9 Ver su poder de perdonar los pecados, en Mt 9, 6; su superioridad sobre el Templo, en Mt 12, 6; la sospecha sobre su mesianismo en Mt 12, 23; etc.
10 HILARIO DE POITIERS, San, In Evangelium Matthaei Commentarius, c. XVI.
11 Apud AQUINO. Catena Aurea.
12 MALDONADO. Op. cit. p. 584.
13 BUENAVENTURA, San. La perfección evangélica, c. 4 a. 3 concl. In Obras de San Buenaventura. Madrid: BAC, 1949, t. 6, p. 309.
14 CIPRIANO, San. De unitate ecclessia, § 4.
15 GOMÁ Y TOMÁS, Dr. D. Isidro. El Evangelio Explicado. Barcelona: Ediciones Acervo, 1967, v. II, p. 38.
(Revista Heraldos del Evangelio, Jun/2008, n. 59, p. 12 a 19)