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Vigilancia y oración

Quien desee alcanzar el Cielo debe escalar la montaña de la perfección con la ayuda de esos dos instrumentos. El demonio está siempre actuando y los ángeles de la guarda siempre protegiéndonos. Nos cabe a nosotros vigilar y rezar.

Dios nos creó para la eternidad feliz junto a Él en el Cielo, y es a este gozo al que aspira nuestra alma. No obstante, con las miserias que cargamos, consecuencia del pecado original y de nuestras propias debilidades y caídas, ¿cómo llegamos hasta allí?
Nos arrebata el pensar en los santos y acudimos admirados a su encuentro para que nos auxilien en nuestros emprendimientos, pero ¿qué han hecho para ascender al Paraíso y desde allí ayudarnos?

Detalle del fresco de El Juicio Final, capilla de los Scrovegni, Padua (Italia)

Sin duda, rezaron mucho, porque sólo tiene fuerzas para practicar la virtud el que reza, y se vencieron a sí mismos, triunfando sobre sus defectos. Por la práctica asidua de la oración, prestaron atención a sus inclinaciones desordenadas, evitando así caer en pecado. Siguieron, en suma, el consejo que el Señor les dio a los apóstoles en el Huerto de los Olivos: “Velad y orad para no caer en la tentación” (Mt 26, 41).

Una vigilancia muy superior a la terrena

Existe una vigilancia natural, indispensable para que cuidemos bien de las cosas terrenas, de la cual es un óptimo ejemplo la actitud exigida a un centinela en tiempo de guerra: si se duerme en su puesto, la disciplina marcial lo someterá a severas penas.
Ahora bien, comenta Mons. João Scognamiglio Clá Dias, “todos nosotros somos centinelas en una guerra mucho más grave que la defensa de la patria terrena. San Pedro dice que el demonio ronda a nuestro alrededor como un león que quiere devorarnos (cf. 1 Pe 5, 8). Constantemente nos vemos rodeados de peligros y si queremos salvar nuestra alma debemos estar siempre en alerta, hemos de ser vigilantes”. [1]
Por lo tanto, hay una vigilancia que es superior a la meramente natural o terrena: la espiritual, aquella por la cual el hombre vigila sobre sus malas tendencias para alcanzar la santidad, vigila sobre los enemigos de la Iglesia para combatirlos, vigila para hacer la voluntad de Dios, siguiendo las mociones de la gracia.
Con razón, enseña el divino Maestro: “Tened ceñida vuestra cintura y encendidas las lámparas. Vosotros estad como los hombres que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame. Bienaventurados aquellos criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela; en verdad os digo que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y, acercándose, les irá sirviendo. Y, si llega a la segunda vigilia o a la tercera y los encuentra así, bienaventurados ellos. Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora viene el ladrón, velaría y no le dejaría abrir un boquete en casa. Lo mismo vosotros, estad preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre” (Lc 12, 35-40).

Debemos estar siempre “con la cintura ceñida”

Comentando este pasaje, monseñor João [2] explica que el hecho de ceñirse la cintura para estar en sociedad formaba parte de la buena educación en la época de Jesús, pues, en la intimidad, era admitido estar sin turbante, sin cíngulo y sin calzado, con despreocupación e incluso con cierta relajación. Con todo, ante el señor que llega de la boda jamás podría tomarse tal actitud.
Lo mismo en nuestra vida espiritual, hemos de permanecer siempre con “la cintura ceñida” y “las lámparas encendidas”, vigilantes. ¿A qué hora llegará el Señor? No lo sabemos. Ante Dios, ¡relajados nunca, despreocupados nunca! “Imbuidos con la certeza de que el Juez supremo ha de venir, pero desconociendo el momento, debemos estar vigilando ininterrumpidamente para que su llegada no nos tome por sorpresa”. [3]
Y si la perspectiva del Juicio Final nos parece muy remota, consideremos la incertidumbre acerca del momento de nuestra muerte para compenetrarnos a fondo de la enorme gravedad de la vigilancia: “Nadie puede salvarse a sí mismo ni dar a Dios su propio rescate. Es tan caro el rescate de la vida, que nunca les bastará para vivir perpetuamente sin bajar a la fosa” (Sal 48, 8-10).
¿Quién no necesitará arreglar sus cuentas para la hora marcada con el Juez justísimo y supremo? No es sin razón que exhorta San Pedro en su segunda Carta: “Queridos míos, mientras esperáis estos acontecimientos procurad que Dios os encuentre en paz con Él, intachables e irreprochables” (3, 14). ¡Es preciso vigilar!

Virtud derivada de la prudencia

La vigilancia, enseña Santo Tomás, forma parte de la virtud de la prudencia. [4] Y San Agustín, raciocinando en sentido inverso, afirma que es propio de la prudencia “la vigilancia y diligencia para no ser seducidos, ni de improviso ni poco a poco”. [5]
El hombre prudente debe tener también sagacidad, es decir, “la prontitud de espíritu para resolver por sí mismo los casos urgentes, en los que no es posible detenerse a pedir consejo”. [6] Debe conjeturar con acierto, rápidamente, tener salida para todas las situaciones y saber dar respuestas inmediatas. Sin vigilancia y sagacidad se navega al capricho de las olas de la vida, siendo arrastrado por la corriente del bravo y agitado mar del pecado.
Forma parte de la virtud de la prudencia recordar los hechos del pasado y sacar de ellos principios para enfrentar los problemas futuros; analizar los episodios del día a día y de ellos extraer elementos para la formación del propio carácter; admirar a personas virtuosas que sirvan de arquetipo espiritual.
Hecho esto, “se ha de vivir como se piensa, de lo contrario, tarde o temprano, se acaba pensando cómo se ha vivido”. [7]

“Poneos las armas de Dios”

Aunque “más solícito es Dios para salvarnos que el demonio para perdernos; porque mucho más nos ama Dios de lo que nos aborrece el demonio”, [8] como asegura San Alfonso, porque su amor es más eficaz que el odio que nos tiene Satanás, eso no significa que podemos vivir despreocupados con relación al espíritu de las tinieblas, pues él está al acecho. Es un peligro faltar a la vigilancia en ese punto.
Una vez más, encontramos en las enseñanzas del Apóstol una seria amonestación al respecto: “Poneos las armas de Dios, para poder afrontar las asechanzas del diablo, porque nuestra lucha no es contra hombres de carne y hueso sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo de tinieblas, contra los espíritus malignos del aire. Por eso, tomad las armas de Dios para poder resistir en el día malo y manteneros firmes después de haber superado todas las pruebas. Estad firmes; ceñid la cintura con la verdad, y revestid la coraza de la justicia; alzad los pies con la prontitud para el evangelio de la paz. Embrazad el escudo de la fe, donde se apagarán las flechas incendiarias del maligno. Poneos el casco de la salvación y empuñad la espada del Espíritu que es la Palabra de Dios. Siempre en oración y súplica, orad en toda ocasión en el Espíritu, velando juntos con constancia, y suplicando por todos los santos” (Ef 6, 11-18).
Dejándose arrastrar por un injustificado optimismo, muchos de nuestros contemporáneos evitan tomar en consideración esa lucha entre ángeles y demonios de la que habla San Pablo. Ahora bien, no puede ser más nocivo para nuestra vida espiritual, pues la existencia de cada hombre sobre la tierra es una batalla en la cual los espíritus celestiales luchan para conducirnos a la visión beatifica, mientras que los ángeles rebeldes se esfuerzan por arrojarnos al Infierno.
Desde esa perspectiva se comprende mucho mejor el papel de la vigilancia, porque, conforme explica el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira, ella “consiste en creer en los poderes angélicos y en la acción de los demonios”. [9]
En efecto, continúa, “forma parte del dinamismo de las cosas que haya personas que se dan más a Nuestro Señor y otras menos. Y debemos tener siempre en vista el principio, aceptado por la mayoría de los teólogos, según el cual todas las veces que un hombre tiene una tentación por una causa natural, el demonio se une a ésta para agravar la tentación. Si, por ejemplo, uno de los presentes está irritado con un compañero que se encuentra a su lado y queda exasperado por ello, esa pequeña tentación de irritación será aumentada por un empujón del demonio para agravarla. Es decir, el demonio está actuando siempre, los ángeles de la guarda están siempre protegiéndonos. Debemos discernir la acción del demonio y pedir la del ángel de la guarda. Tenemos que rezar y vigilar”. [10]

[1] CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. La vigilancia: ¿una virtud olvidada? In: Lo inédito sobre los Evangelios. Città del Vaticano-Lima: LEV; Heraldos del Evangelio, 2014, v. I, p. 14.
[2] Cf. CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. ¿Basta rezar? In: Lo inédito sobre los Evangelios. Città del Vaticano-São Paulo: LEV; Lumen Sapientiæ, 2012, v. VI, p. 278.
[3] Ídem, p. 280.
[4] Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. II-II, q. 47, a. 9.
[5] SAN AGUSTÍN. De moribus Ecclesiæ Catholicæ. L. I, c. 24, n.º 45. In: Obras Completas. Madrid: BAC, 1956, p. 317.
[6] ROYO MARÍN, OP, Antonio. Teología de la perfección cristiana. 6.ª ed. Madrid: BAC, 1988, p. 543.
[7] BOURGET, Paul. Le démon de midi. Paris: Plon, 1914, p. 375.
[8] SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO. Preparación para la muerte. Sevilla: Apostolado Mariano, 2005, p. 80
[9] CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Santa Francisca Romana: discernimento e firmeza face aos demônios. In: Dr. Plinio. São Paulo. Año XVI. N.º 180 (Marzo, 2013); p. 32.
[10] Ídem, ibídem.
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