Y el nombre de la Virgen era María…

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Y el nombre de la Virgen era María…

Que su nombre nunca se aparte de tus labios, jamás abandone tu corazón; y para alcanzar el socorro de su intercesión, no descuides los ejemplos de su vida. Siguiéndola, no te extraviarás, rezándole, no desesperarás, pensando en Ella, evitarás todo error.

Decía ese gran santo, llamado San Antonio María Claret, que: “el Padre Eterno la eligió por Hija suya muy amada, el Hijo Eterno la tomó por Madre, y el Espíritu Santo, por Esposa; toda la Santísima Trinidad la ha coronado como Reina y Emperatriz de cielos y tierra, y la ha constituido dispensadora de todas las gracias”.

El nombre, de esta elegida del Cielo, es María. Nombre que es como un bálsamo en todo enfermo o necesitado. Nunca se pronunciará su nombre sin verse protegido, por más que sea el más criminal de los pecadores.

Basta pronunciar su nombre, María, que los infiernos tiemblan -afirmaba San Buenaventura-, y se ponen en fuga todos los demonios. “Temen a tal punto que, con sólo oír pronunciar su gran Nombre, huyen de la persona que lo dice como si se tratara de fuego ardiente”, escribía Tomás Kempis.

Si bien que la primera festividad del Dulce Nombre de María nació en oriente, por el siglo V, España fue la primera en obtener de la Santa Sede la autorización para celebrar la fiesta en 1513, los días 12 de septiembre de cada año. Ya en 1683, el Papa Inocencio XI, decretó que toda la Iglesia celebrara solemnemente la fiesta del Santísimo Nombre de María.

El nombre, para los antiguos, siempre estuvo ligado a la misión o el carácter especial del niño o niña por nacer. Bellas son las comunicaciones que tuvo, la religiosa española, Sor María de Jesús de Ágreda (1602-1665) que encontramos en su libro Mística Ciudad de Dios. Esta vidente narra la escena en la cual la Santísima Trinidad determina el nombre a María. Relata que los ángeles oyeron la voz del Padre Eterno que anunciaba: “María se ha de llamar nuestra electa, y este nombre ha de ser maravilloso y magnífico. Los que la invoquen con afecto devoto, recibirán copiosísimas gracias; los que la estimen, y pronuncien con reverencia, serán consolados y vivificados; y todos hallarán en él remedio de sus dolencias, tesoros con que enriquecerse, luz para que los encamine a la vida eterna”.

Nuestro Señor, en lo alto de la Cruz, se desdobló en amor para con nosotros colocándola como Madre al decir: “Mujer, he aquí a tu hijo. Luego dijo al discípulo: he ahí a tu Madre” (Jn 19, 26-27).

En más de dos mil años de existencia de la Santa Iglesia Católica, como nos recuerda la oración del Acordaos, “jamás se oyó decir que ninguno de los que han acudido a Su protección, implorando Su asistencia y reclamando Su socorro, haya sido abandonado”, porque María, siempre oyó con oídos de Madre, con oídos de bondad.

Cuántos fueron los que, frente a los peligros de la vida diaria, cuanto -y especialmente- ante los peligros de orden moral, fueron protegidos al pronunciar el Nombre -tan hermoso y lleno de gracia- de María.

 Importa, ante tanta maravilla, recordar al Papa Benedicto XVI que afirmaba, en un 28 de mayo del 2011: “Desde siempre ha quedado claro que la catolicidad no puede existir sin una actitud mariana, que ser católicos quiere decir ser marianos, que eso significa el amor a la Madre, que en la Madre y por la Madre encontramos al Señor”.

Aquí dejo, a mis estimados lectores, la más linda súplica que he conocido a María Santísima, autoría de San Bernardo, titulada “Mira la estrella, invoca a María”:

 ¡Oh! tú, quien quiera que seas, que te sientes lejos de tierra firme,
arrastrado por las olas de este mundo, en medio de las borrascas y tempestades, si no quieres zozobrar, no quites los ojos de la luz de esta estrella.

Si el viento de las tentaciones se levanta, si el escollo de las tribulaciones se
interpone en tu camino, mira la estrella, invoca a María.

Si eres balanceado por las agitaciones del orgullo, de la ambición, de la murmuración, de la envidia, mira la estrella, invoca a María.

Si la cólera, la avaricia, los deseos impuros sacuden la frágil embarcación
de tu alma, levanta los ojos hacia María.

Si perturbado por el recuerdo de la enormidad de tus crímenes,
confuso ante las torpezas de tu conciencia, aterrorizado por el miedo del Juicio, comienzas a dejarte arrastrar
por el torbellino de tristeza, a despeñarte en el abismo de la desesperación, piensa en María.

Si se levantan las tempestades de tus pasiones, mira a la Estrella,
invoca a María.

Si la sensualidad de tus sentidos quiere hundir la barca de tu espíritu,
levanta los ojos de la fe, mira a la Estrella, invoca a María.

Si el recuerdo de tus muchos pecados quiere lanzarte al abismo de la desesperación, lánzale una mirada
a la Estrella del cielo y rézale a la Madre de Dios.

Siguiéndola, no te perderás en el camino. Invocándola no te desesperarás.

Y guiado por Ella llegarás al Puerto Celestial.

 Que su nombre nunca se aparte de tus labios, jamás abandone tu corazón;
y para alcanzar el socorro de su intercesión, no descuides los ejemplos de su vida.

Siguiéndola, no te extraviarás, rezándole, no desesperarás,
pensando en Ella, evitarás todo error.

Si Ella te sustenta, no caerás; si Ella te protege, nada tendrás que temer;
si Ella te conduce, no te cansarás; si Ella te es favorable, alcanzarás el fin.

Y así verificarás, por tu propia experiencia, con cuánta razón fue dicho:
“Y el nombre de la Virgen era María”.

 Ante tan bella invocación, recuerdo la recomendación del gran líder católico brasileño del siglo pasado, Plinio Corrêa de Oliveira, a un grupo de jóvenes al final de una de sus tantas conferencias: “Nunca, nunca, nunca, dejen de rezar a Nuestra Señora. En la hora del peligro, pidan a Ella ayuda. Si caen en peligro, pidan a Ella para levantarse. Recen a Ella, únanse a Ella, sean de Ella, cuanto fuere posible. Ella tendrá compasión y los levantará”. ¡Salve María!

 Por el P. Fernando Gioia, EP

Fuente: Gaudium Press

 

 

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