Ante el coronavirus quedarse en casa: en la “iglesia doméstica”
¡A qué singular circunstancia, de nuevo estilo de vivir, nos ha llevado esta misteriosa pandemia!
Todo el mundo opina sobre
el coronavirus y sus nefastas consecuencias. Curiosa información recuerda que, en el año
2018, la Organización Mundial de la Salud informaba de la posibilidad de un
virus desconocido, con mayor letalidad que la gripe común, podría provocar una
pandemia capaz de alterar por completo la vida mundial, advertencia que
pasó…sin ser escuchada. Recuerda otra que Bill Gates, famoso empresario de informática,
aseveraba en el año 2015: “la próxima gran
amenaza de la humanidad no sería una guerra sino una pandemia. No habrá
misiles, sino microbios”. Por su
lado, infectólogos de peso, afirman que podrían ser
millones los que mueran por los efectos de COVID-19. Hay quienes, desestimando
la situación, proponen dejar correr la epidemia, pues de lo contrario…colapsarán
los hospitales; también los que concluyen que ya no volveremos al escenario
anterior.
Las noticias nos abruman por su
cantidad, nos estremecen por lo trágicas. Sólo considerar que, en Italia, se
llegó al tope de 793 muertos en un solo día. Causan profunda tristeza las
noticias de Bérgamo, ciudad de 120.000 habitantes al norte de este país: hospitales llenos, faltan camas, en
cementerios y crematorios filas de cajones, casi todas las familias fueron
alcanzadas, mucha gente muriendo solita en los hospitales, sacerdotes dando la
bendición a un difunto sin nadie cerca; ya murieron 10 sacerdotes.
Entre las serias medidas
preventivas que son aconsejadas está – podemos decir la principal – es la de quedarse
en casa, no andar saliendo para cosas no autorizadas, evitando ser portadores
silenciosos de este enemigo invisible. Aislamiento total preventivo y
obligatorio, en familia, que se irá extendiendo a lo largo de no sabemos
cuántos días. Drásticas disposiciones frente a una vertiginosa propagación. Se
calcula que más de quinientos millones de personas han sido puestas en
cuarentena en todo el mundo, con el objetivo de frenar la pandemia.
Nos encontramos ante un gran
desafío para la ciencia y para la sociedad, pues, de hecho, de momento, no hay
una estrategia de salida ante acontecimiento tan singular, inesperado, por la
que está pasando el mundo todo.
Se acabaron los
entretenimientos o diversiones favoritas, conciertos, eventos deportivos, cine
o teatro, gimnasios, salidas a comer, fiestas, ir a tomar cerveza con los
amigos. Mucho más triste es que, hasta ir a una iglesia para asistir a misa o
rezar, ha quedado prohibido. Entramos en una especie de reclusión, extraña, pero
imperiosa, sólo debemos salir de nuestras casas para alimentos, remedios o
responsabilidades indispensables.
Transpusimos, casi
instantáneamente, de un estilo de vida a otro. Quedamos junto a nuestro más
cercano núcleo humano: la familia. Nunca pensamos que ocurriría esto. Estamos
confinados a una vida bien diferente del ajetreo diario que llevábamos. Algo
que teníamos puesto un poco de lado: la vida de familia. Repentinamente, retrocedimos
a tiempos antiguos en que, como decía la virtuosa dama brasileña Doña Lucilia
Ribeiro dos Santos, “vivir es: estar juntos, mirarse y quererse bien”. Regresamos
a casa, quedamos en lo que San Juan Pablo II siempre recordaba era, una
“iglesia doméstica”.
No cesan los artículos
incentivando a las familias a hacer un “ordo”, una rutina, de vida, pues las
cosas cambiaron, estamos en casa todo el día, los niños no van al colegio, si
bien que tengan tareas, compartimos todas las comidas, los quehaceres
domésticos, los momentos de ocio, estamos juntos.
Pocos son los que
profundizan el hecho de estar encerrados en el rincón que el hombre más añora,
su propio hogar: su esposa, sus hijos, ese pequeño núcleo que funciona como una
“iglesia”, pero doméstica. Ese lugar en el que los corazones serán como un
altar en donde todos colocarán los sacrificios de la vida cotidiana; en el que
los padres tendrán que predicar, principalmente con su testimonio de vida; en
el que, pues lamentablemente no dejarán de ocurrir, las desavenencias tendrán
que ser solucionadas con un pedido de perdón y un perdonar, como si fuera un
confesionario. ¿Qué más?, pues, agregaría momentos de silencio, como lo hay en
las iglesias, para pensar, meditar, reflexionar.
¡A qué singular
circunstancia, de nuevo estilo de vivir, nos ha llevado esta misteriosa
pandemia! Nos retiró de los ritmos de la vida moderna, algunos de los cuales
nos tenían “esclavizados” a las cosas de la tierra, penetrando a lo más bello
que puede estar un hombre y una mujer, la vida de familia, junto con sus hijos.
Claro que, esto tendrá
sus vaivenes, sus luchas, sus cruces, sus cansancios, sus aburrimientos. Ante
esto, queridos hermanos, es preciso que levantemos los ojos al Cielo. Dios ha
permitido esto. Alguna razón, que no comprendemos, tendrá. Por eso, lo
principal será mantener el espíritu religioso, la elevación de nuestros
pensamientos, en el trajinar diario, más en las cosas del Cielo, que en las de
la tierra, el rezar en familia. Creando un clima marcado por la presencia de
Dios, y por el ejemplo, tanto de los padres, como entre los hermanos.
Tendremos, como decía el Papa Emérito Benedicto XVI, que: “redescubrir la
belleza de rezar juntos en familia como en la escuela de la Sagrada Familia de
Nazaret. Y así llegar a ser realmente un solo corazón y una sola alma, una
verdadera familia”.
Así, como está bien
aconsejado llevar una rutina, no muy alejada de la que se llevaba, no podemos
dejar de colocar, prioritariamente, el rezo del santo Rosario – recordemos que
la fuerza de rezar es incalculable -, como también la lectura del Evangelio del
día o la vida de algún santo. Estará allí Nuestro Señor Jesucristo acompañándolos,
y protegiéndolos, porque “cuando dos o más se reúnan en mi nombre, allí estaré
con ustedes”.
Que la Sagrada Familia,
ícono y modelo de toda familia humana, ayude a cada uno de ustedes en estos
cruciales momentos. Que les conceda un convivio fraterno y amoroso, un darse
unos a los otros, y los acompañen con su protección incesante.
El mundo de hoy vive en
las tinieblas de la fe, se olvidó completamente del Dios que lo creó. Frente a
esta gran dificultad, como lo es una epidemia de carácter mundial, recordemos
el Salmo 22: “El Señor es mi Pastor, nada me faltará”. Confiemos. No dejemos apabullarnos con que
faltará comida, que faltarán hospitales, que podremos morir o alguno de
nuestros más cercanos. Recurramos a lo sobrenatural con mucha fe. Nada temamos.
Ante momentos difíciles,
que pueden aproximarse, doblemos las rodillas ante alguna imagen de la
Santísima Virgen, pidiendo a Dios Nuestro Señor, de quien procede toda bondad,
para que proteja a este país que lleva su nombre: ¡Sálvanos Señor, del mal del
COVID-19!