Beatas Mártires Carmelitas de Compiégne – Unieron su sangre a la Sangre del Cordero

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Beatas mártires carmelitas de Compiégne; unieron su sangre en la sangre del Cordero

Místicamente revestidas de su manto blanco, las esposas de Cristo subieron, una a una, las escaleras del cadalso para recibir la palma del martirio. En el Cielo les esperaba el Cordero inmolado para hacerlas partícipes de su gloria


Corría el año de 1792 y Francia se encontraba en el cruel y sangriento período del Terror. En la época de Pascua, en medio a las brumas de un futuro incierto, las carmelitas de Compiègne trataban de distraerse durante la recreación.

Bien podemos imaginar la escena: unas dispersas por el claustro, conversando o cantando; otras junto a alguna que leía en voz alta:

-Sueño de sor Elisabeth Baptiste que en este monasterio vivió, habiendo fallecido en torno a 1720…

Curiosas con el título que enunciaba un tema bastante inusitado para figurar en las crónicas de un monasterio, las religiosas se reunieron alrededor de la hermana que tenía el libro en sus manos.

-Contemplé a la comunidad entera -continuaba la lectora- subiendo al Paraíso, cada religiosa revestida de su manto blanco y llevando una palma en la mano. Vi la gloria que tendrán y al Cordero de Dios inmolado por los pecados del mundo volviendo sus ojos hacia ellas llenos de ternura…

A las últimas palabras le siguió un grave silencio: la visión de esa hermana, que las décadas habían sumergido casi en el anonimato, ¿no les revelaba el camino que la Providencia había elegido para ellas?

Inmaculada fidelidad a la vocación

Dos años antes, el 13 de febrero de 1790, la Asamblea de París había disuelto todas las congregaciones religiosas regulares no consagradas a la enseñanza o a la salud. Los votos emitidos por sus miembros habían sido declarados nulos por el Gobierno y los religiosos, obligados a considerarse simples «ciudadanos»…

El 4 de agosto de ese mismo año, las religiosas de Compiègne recibieron la visita de los miembros del Directorio local para hacer un inventario del Carmelo, que había sido declarado propiedad del Estado. Las monjas estaban siendo desalojadas de su propia casa, aunque se les permitía permanecer allí como administradoras, en nombre del poder público.

Al día siguiente, una nueva visita; esta vez con el objetivo de interrogar a cada una de las religiosas por separado. Siendo fieles a su engañoso lema, los revolucionarios deseaban «liberarlas» de lo que consideraban el yugo de la obediencia, castidad y pobreza. Por eso les hacían comparecer a solas ante un notario para que, lejos de la «opresión» de las demás, pudieran optar «libremente» por regresar al mundo: «Os traemos la alegre noticia de vuestra liberación. Ahora podéis regresar sin temor al seno de vuestras familias y, finalmente, disfrutar de la felicidad que se os ha querido arrebatar encerrándoos en esta triste estancia».1

La injuriosa propuesta fue rechazada con indignación por todas las religiosas. Aquel monasterio era el lugar que ellas habían elegido para vivir y en él deseaban permanecer y morir. Querían ser religiosas hasta el último instante de sus vidas, aunque eso significara enfrentar el martirio.

Todas ellas reaccionaron con entereza, cual mujeres fuertes de las Escrituras (cf. Prov 31, 10), ante aquellos peligros y no se dejaron abatir por esos comisarios, sino que los desafiaron con gallardía. Dignas esposas del Cordero, estaban dispuestas a derramar su sangre por Él.

Dolorosa preparación

En enero de 1791, la Madre Teresa de San Agustín fue reelegida priora de aquella comunidad. Dotada de alma noble y corazón magnánimo, supo ser, en esos días de infortunio, apoyo y guía de las religiosas que la Divina Providencia le había confiado como hijas espirituales. Cumpliendo las tiránicas normas de la nueva Constitución, dos oficiales del municipio estuvieron presentes en la votación para garantizar que todo era hecho con «libertad».

Al mes siguiente, los eclesiásticos de Compiègne fueron sustituidos por sacerdotes juramentados, que se regían por la Constitución Civil del Clero. Quien permanecía fiel a la Santa Sede no podía participar ni recibir los sacramentos administrados por tales presbíteros.

Un nuevo sacrificio les era exigido, esta vez especialmente doloroso, pues tocaba en el punto más íntimo y sensible del alma: participar en la Santa Misa -en la cual las religiosas extraían la fuerza para arrostrar tantos reveses- se les hacía, por tanto, más difícil. ¿Dónde encontrarían ahora la energía necesaria para vencer las duras pruebas y, peor aún, para vivir en la angustiante incertidumbre y aflicción en cuanto a su futuro?

En el marco de dichos acontecimientos tuvo lugar la recreación narrada al principio de estas líneas. ¿La Providencia estaría pidiendo que la sangre de aquellas hijas, hacia las que miraba con ternura, se uniera a la Sangre del Cordero inmolado? Era la pregunta que flotaba en el ambiente del monasterio.

La dedicada priora sentía pesar sobre sí la carga de la dirección del Carmelo en medio de aquella tormenta. ¿Cómo actuar? ¿Qué actitud, qué decisión sería la más adecuada? Inmersa en esas preocupaciones y con su salud debilitada por una penosa enfermedad, encuentra inspiración para componer algunos versos, los cuales demuestran el estado de ánimo lleno de entusiasmo con el que sobrellevaba tales infortunios: «Aquí abajo nuestra participación / es la cruz, la adversidad; / pero éstas son la prenda / de una feliz eternidad. […] Armémonos, pues, de coraje / cual valiente soldado. / El gran Rey que nos recluta / muchos combates ha enfrentado».2

Se esmeraban todas las hermanas en la observancia de su rutina cotidiana, con desprendida abnegación, preparándose para la suprema renuncia de su propia vida, si así Dios lo quisiera. Y Él lo querría…

«Fiat»: el voto de martirio

Las congregaciones seculares, que hasta entonces permanecían incólumes, fueron disueltas el 18 de agosto de 1792. El día anterior había sido emitido un decreto que determinaba que antes del 1 de octubre deberían ser expulsados de sus monasterios los religiosos que aún permanecían en ellos, y los inmuebles, vendidos para la quitación de las deudas públicas. En septiembre también fueron suprimidas las Órdenes dedicadas a la enseñanza y al auxilio en los hospitales. El cerco se iba estrechando.

En ese ínterin fue cuando el deseo de inmolación alcanzó su auge en nuestras heroínas. Durante un momento de oración mental, la Madre Teresa de San Agustín sintió una inspiración clarísima de que Dios esperaba de ellas un fiat generoso, fruto de su desinteresado amor por la Iglesia. Nadie sabe exactamente qué pasó mientras la priora estaba en oración. Lo cierto es que convocó a toda la comunidad y les habló con ardor sobre la belleza del sacrificio y de su valor ante el trono del Todopoderoso. Las palabras de fuego pronunciadas por ella fueron como flechas que inflama ron a todas las religiosas de entusiasmo por el holocausto.

La Madre propuso entonces que todas se ofrecieran como víctimas expiatorias, «para aplacar la cólera de Dios, para que esa divina paz, que su amado Hijo había venido a traer al mundo, fuera restituida a la Iglesia y al Estado».3 Las hermanas concordaron con presteza y alegría. Sólo las dos mayores lo rechazaron, demostrando horror por lo que vendría. Sin embargo, la noche de aquel mismo día, se arrodillaron ante la superiora pidiéndole perdón por su flaqueza y suplicándole que les permitiera hacer el acto de consagración que había propuesto, al cual se mantuvieron fieles hasta el final.

Durante una Misa celebrada en la clandestinidad hicieron el voto de martirio. «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga» (Mt 16, 24). La renuncia estaba hecha. La Providencia no tardaría en recoger tan agradable ofrenda.

Comunidad clandestina

El Señor quiso dejar claro, con pequeños signos, que el sacrificio de sus esposas acompañaba al suyo: en la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, el 14 de septiembre, empezó para ellas el camino del Calvario. Ese día las autoridades revolucionarias tomaron posesión del Carmelo de Compiègne.

¿Y las religiosas? Tenían que irse a vivir a casa de familiares o conocidos, porque estaba prohibido por ley cualquier tipo de vida comunitaria, incluso fuera del monasterio.

¿Con esto terminaban aquí sus sufrimientos? ¿Volverían a sus hogares, olvidándose de la consagración que habían hecho a Cristo? Desde el punto de vista humano era, sin duda, la única opción segura. ¿Valdría la pena continuar una desesperada e inútil resistencia ante el curso de los acontecimientos?

«El mensaje de la cruz es necedad para los que se pierden; pero para los que se salvan, para nosotros, es fuerza de Dios» (1 Cor 1, 18), pensaban. Nunca faltó fe en esas esposas de Cristo, inflamadas por el fuego de la caridad. He aquí la razón por la que defendían sus ideales con tanta convicción.

Se dividieron en cuatro grupos de religiosas, todas en trajes civiles, ya que la Revolución las había despojado de sus hábitos, a semejanza de lo que otrora hicieron con el divino Maestro en su Pasión (cf. Mt 27, 28), y se refugiaron en residencias de personas amigas. Aunque estaban situadas en calles diferentes, los cuatro domicilios estaban muy próximos entre sí, lo que les permitía reunirse con discreción por las tardes en la casa donde se hospedaba la priora. La iglesia de San Antonio era un punto de referencia y allí asistían a Misa, celebrada especialmente para ellas, en una de las capillas, por su fiel confesor y capellán.

Las condiciones en las que vivían se prestaba bastante a la relajación en el cumplimiento de la Regla. Pero eso no fue lo que ocurrió. La unión entre ellas les ayudó a no desviarse de sus obligaciones y a practicar la obediencia con toda radicalidad.

La superiora las incentivaba, diciendo: «Retomemos, pues, el recogimiento, la oración, el silencio, tanto cuanto nos sea posible, en las horas en las que los observábamos, al igual que las lecturas; mas todo esto en la medida que lo podamos hacer, y sin escrúpulos, pues sin duda nuestra actual situación conlleva excepciones que un corazón recto debe admitir, pero de las cuales un corazón fiel no abusa».4

París y la condena a la guillotina

Beatas Mártires Carmelitas de CompiégneCasi dos años duró ese martirio incruento. Finalmente, el 21 de junio de 1794, al regreso de un viaje que realizó en obediencia a las órdenes del capellán, la Madre recibió de las hermanas la alarmante noticia de que los comisarios las habían visitado y revisado todas sus pertenencias, recogiendo lo que les parecía sospechoso.

Al día siguiente, los revolucionarios llamaron nuevamente a las puertas de las casas donde se refugiaban las carmelitas, siguieron buscando y anotaron todo el material «subversivo». Por la tarde de ese mismo día fue decretada la prisión de las hermanas en un antiguo monasterio de la ciudad, acusadas de continuar, «ilegalmente, su vida de comunidad, lo cual constituía una conspiración contra la República».5

Comida escasa, iluminación precaria y aseo insatisfactorio fueron las condiciones que rodearon a las religiosas durante las tres semanas que duró esta estación de su «vía crucis». De ahí sólo salieron para ocupar, en París, una mazmorra infecta en la Conciergerie, donde esperaron el juicio cuatro largos días más.


Imagen del Corazón de Jesús semejante a la hallada a las carmelitas

El 17 de julio, un día después de la fiesta de la Virgen del Carmen, que celebraron con enorme alegría, las hermanas comparecieron al juicio. Fouquier- Tinville, uno de los más crueles y famosos promotores de justicia de aquel tiempo, asumió la acusación de las religiosas. Sin derecho a abogado, incriminadas por vivir en comunidad bajo la obediencia a una superiora y por usar símbolos contrarrevolucionarios, como el escapulario del Sagrado Corazón de Jesús, muy difundido entre los católicos de la época, fueron condenadas a muerte en la guillotina.

Al oír el vocablo fanatismo durante la lectura de la sentencia, previamente escrita, la Hna. María Enriqueta de la Providencia, movida por una inspiración, preguntó con insistencia cuál era el sentido de esa palabra, fingiendo no comprenderla. Toussaint Scellier, uno de los jueces del infame tribunal, le respondió: «Por tal término entiendo vuestro apego a esas creencias pueriles; sus estúpidas prácticas religiosas».6

Con aire de triunfo, la monja se volvió hacia sus hermanas y les dijo: «Querida Madre y hermanas mías, acabáis de oír a nuestro acusador declarar que hemos sido condenadas por apego a nuestra santa religión… Todas deseábamos esa confesión, y la hemos conseguido. ¡Gracias inmortales sean dadas a Aquel que nos precedió en el camino del Calvario!».7

Lejos de entristecerse por el terrible veredicto, las religiosas salieron de la sala como los Apóstoles, llenas de alegría por haber sido consideradas dignas de sufrir por el nombre de Jesús (cf. Hch 5, 41). «Existe una gran belleza en ver a estas esposas de Cristo tan preparadas para la venida del Esposo, de tal forma que cuando Él llega ya están todas dispuestas al martirio y caminan hacia éste con heroísmo, siguiendo aquella línea en la que todas se habían afirmado».8

La consumación del sacrificio

Eran las cinco de la tarde. ¿Cuándo consumirían su holocausto? La Revolución tenía prisa…

Al final de aquel mismo día, bajo el cielo aún claro de un día de verano, la antigua plaza del Trono, actual plaza de la Nación, se encuentra repleta de una multitud que espera impaciente y agitada a las víctimas. La escena parecía perpetuar los gritos histéricos que resonaban en el Coliseo cuando la turba asistía al avance de las fieras sobre los inocentes cristianos.

A las ocho se oye la llegada del carromato de los sentenciados. La asistencia chilla. Sin embargo, las «criminales» no lloran ni se rebelan. Con las manos atadas a la espalda y la cabeza erguida, cantan serena y altivamente el Te Deum y la Salve. Ante aquel espectáculo admirable e inusual, la platea poco a poco enmudece. Cuando el transporte llegó a la escalera que llevaba a la guillotina, las religiosas bajaron.

Las dieciséis carmelitas renovaron allí sus votos religiosos, subrayando el sentido del sacrificio realizado en ese momento glorioso y crucial. Situada al pie del cadalso, la Madre Teresa de San Agustín se comporta como una Verónica para con todas sus hijas, consolándolas y alentándolas antes de subir, también ella, las escaleras que conducen a la cruz.

La primera en ser llamada, la Hna. Constanza de Jesús, era la más joven, aún novicia. Al oír su nombre entonó el Veni Creator Spiritus y se arrodilló ante la Madre, que la bendijo. Y, una a una, las religiosas subieron al patíbulo. El canto fue poco a poco menguando y, cuando subió la priora, ya no se oyó nada…

En la eternidad, no obstante, las fieles y dignas esposas del Cordero entonaban el más bello de los cánticos, ya iniciado en esta tierra: «En el escenario de su muerte, sus voces, en breve acompañadas por las voces de los ángeles, con gran fervor entonan un himno de alabanza al Paráclito. Son renovados, al mismo tiempo, los votos del Bautismo y de Religión, y Teresa de San Agustín, imitando el brillante ejemplo de los Macabeos, a todas incentiva con oraciones, dando ánimo a las que deben morir, y ofrece su cabeza a la lámina en último lugar. De este modo, delicadas flores, adornadas con todas las virtudes, individualmente se presentan ante el verdugo y, habiendo derramado su sangre con dignidad, Teresa deseó ardorosamente obtener gracia ante el Altísimo, en favor de los franceses».9

Hna. María Beatriz Ribeiro Matos, EP
1 DAVID, OSB, Louis. Les seize carmélites de Compiègne. Paris-Poitiers: H. Oudin, 1906, p. 47.
2 MARÍA DE LA ENCARNACIÓN. La relation du martyre des seize carmélites de Compiègne. Paris: Du Cerf, 2010, pp. 92-93.
3 Ídem, pp. 122-123.
4 TERESA DE SAN AGUSTÍN. Carta a la Madre del Corazón de María, 1/10/1792, apud DAVID, op. cit., p. 56.
5 BUTLER, Alban. Las mártires carmelitas de Compiègne. In: Vida de los Santos. México, D. F.: John W. Clute, 1965, v. III, p. 132.
6 DAVID, op. cit., p. 116.
7 Ídem, ibídem.
8 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Conferencia. São Paulo, 1/9/1967.
9 SAN PÍO X. Breve de beatificación de las Mártires Carmelitas de Compiègne, 13/5/1906.
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