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enero 6, 2023Benedicto XVI y su vida: un Sabio, un Papa, un misterio
¿Quién era esta figura que, aunque discreta, supo convertirse, incluso como cardenal, en “uno de los dos o tres hombres más poderosos de la Iglesia católica”? Sobre todo, ¿cuál fue la misión encomendada a este Sabio, a quien Nuestro Señor confió su Rebaño?
¿Quién fue Benedicto XVI?
Ahora bien, ¿quién fue Benedicto XVI? ¿Cómo calificar a este Papa que brilló por su inusitada inteligencia y fino sentido teológico, al punto de ser llamado el “Mozart de la Teología”, un “Tomás de Aquino de nuestros días”? [1] ¿Quién fue esta figura que, aunque discreta, fue capaz de influir profundamente en el Concilio Vaticano II y más tarde en la Curia romana e incluso en el mismo Juan Pablo II, de quien era amigo personal, hasta el punto de convertirse, incluso como cardenal, en “uno de los dos o tres más poderosos hombres en la Iglesia Católica”? [2] Sobre todo, ¿cuál fue la misión encomendada a este Sabio, a quien Nuestro Señor confió su Rebaño?
Se hace sumamente difícil sintetizar, en el limitado espacio de un artículo, la vida de este singular personaje que fue testigo de algunas de las mayores convulsiones y transformaciones que ha vivido la humanidad y el catolicismo.
Tal vez retrocediendo casi cien años en el tiempo, podamos encontrar algunas respuestas…
Nacido para señalar la verdadera Iglesia
El 16 de abril de 1927, Alemania estaba en vísperas de dos grandes acontecimientos.
El primero de ellos, en el campo político, fue una hecatombe. Mientras el país aún se recuperaba de la Primera Guerra Mundial, Adolf Hitler y su partido se encontraban en plena ascensión y estaban a punto de sumergir a la nación germánica en una de las noches más oscuras de su historia.
El otro evento es religioso: ese 16, toda la Iglesia celebró el Sábado Santo –la víspera del Domingo de Resurrección– cuando Cristo venció el pecado y la muerte. Y en este ambiente, la sencilla localidad de Marktl, en Baviera, vio nacer a un niño con débil salud, que sería bautizado con el nombre de Joseph Ratzinger.
Por ahora, ninguno de los presentes podía siquiera imaginar lo simbólica que era la coincidencia de fechas. Ese mismo niño, que nació en un mundo envuelto en tinieblas –Joseph fue dado a luz a las 4:15 am–, fue él mismo llamado a ser, para toda la Humanidad, el Anuncio, el anuncio de una Resurrección.
Sobre esta “coincidencia” –diríamos, casi profética– de su nacimiento, el mismo Ratzinger comentó:
“Me da mucha alegría nacer ese mismo día, la víspera del Domingo Glorioso, justo cuando comienza la Pascua, aunque no haya comenzado en absoluto. Además, me parece algo que tiene un significado muy profundo, porque simboliza lo que, en realidad, es mi propia historia, mi situación actual: estar a las puertas de la gloria, sin haber entrado todavía en ella” [3].
Pero, ¿qué clase de “Resurrección” es esta, de la que Benedicto XVI fue llamado a ser el Anunciador?
Sabemos que la Iglesia no muere, según la promesa hecha por el mismo Jesucristo, aunque parezca sucumbir, como en ciertos momentos de la vida de este Pontífice… Sin embargo, mientras haya quien sustente la fe, las buenas costumbres y la verdadera doctrina, la inmortalidad de la Iglesia estará garantizada.
Ahora bien, la misión del Papa es precisamente ésta: guiar el Rebaño de Cristo; definir, aclarar y mostrar a los fieles lo que es la verdadera Religión, sobre todo en un mundo en el que ella parece haber desertado.
Es entonces cuando se opera la “Resurrección”, no porque la Iglesia estuviese muerta en sí misma, sino porque, a los ojos de los hombres, parecía muerta.
Quizás en 1997, cuando Ratzinger pronunció las palabras citadas anteriormente, mucho de esto ya estaba claro para él. Cuando analizamos su vida, nos damos cuenta que toda ella se encaminaba y lo preparaba para el cumplimiento de esta misión.
Solo entenderemos a Benedicto XVI en toda su amplitud si lo analizamos bajo esta luz.
Un sabio
Joseph Ratzinger y el Concilio Vaticano II
Tras una infancia sencilla y una juventud convulsa por la Segunda Guerra Mundial, Ratzinger finalmente fue ordenado sacerdote.
Ya en la edad adulta temprana, su brillante inteligencia le dio protagonismo en el mundo académico. Estaba siguiendo su carrera como profesor universitario, cuando otro evento cruzó su vida, y este también la marcaría para siempre: en 1962, el Papa Juan XXIII inició el Concilio Ecuménico Vaticano II.
Ratzinger debutó como teólogo personal del cardenal Frings de Colonia y preparó sus pronunciamientos, muchos de los cuales tuvieron un enorme peso en las sesiones conciliares.
El joven sacerdote estaba realmente eufórico!
Hay que decir que, al principio, su influencia era todavía relativamente pequeña, pero esta situación no duró mucho. Algunos hechos la cambiarían.
El 3 de junio de 1963 moría el Papa reinante, Juan XXIII, y ascendía al Solio Pontificio el cardenal Montini, con el nombre de Pablo VI. Parafraseando las palabras de Pablo Sarto, podemos decir que, si el difunto Roncalli fue el iniciador del Concilio, Montini fue –antes y después de su elección como Papa– su gran “arquitecto” [4].
Con el ascenso del nuevo pontífice, Ratzinger fue nombrado uno de los peritos del Concilio y, como tal, comenzó a asistir a todas las sesiones conciliares.
Además, se convirtió en uno de los miembros de la Alianza Europea, un grupo formado por varios Padres del Concilio –en gran parte encabezados por los alemanes – cuyas opiniones fueron decisivas para el curso del Concilio Vaticano II. [5] Durante este período, nuestro teólogo trabajó codo con codo con figuras de renombre, en particular con Karl Rahner.
Si hay una palabra que resume el trabajo de Ratzinger en el Concilio es la unión. Siempre defendió una posición favorable al ecumenismo, buscando acercar a los cristianos no católicos a la unidad de la Iglesia, unidad que, para él, es dinámica, nunca monolítica. [6]
Para ello, trató de evitar cierto tipo de definiciones que de alguna manera pudieran herir a los protestantes, como la devoción mariana, por ejemplo.
Decía él: “Cuando yo era todavía un joven teólogo, antes de las sesiones del Concilio (y también durante ellas), como sucedió y sucede hoy con muchos otros, albergaba ciertas reservas sobre fórmulas antiguas, como, por ejemplo, esa famosa ‘De Maria nunquam satis’, ‘nunca se puede decir lo suficiente sobre María’. Me parecía bastante exagerada”. [7] Además: “Personalmente al principio estaba muy determinado por el severo cristocentrismo del movimiento litúrgico, que el diálogo con mis amigos protestantes intensificó aún más”. [8]
Otro hecho que denotaba fuertemente esta mentalidad era la crítica que hacía el cardenal Frings –cuyos esquemas, como dijimos, fueron acuñados por Ratzinger– a los métodos empleados por el Santo Oficio. Esta Congregación, antes conocida como la Santa Inquisición, estaba encabezada por el Cardenal Ottaviani. [9] El duro pronunciamiento de Frings fue recibido con aplausos por parte de los demás participantes, y con lágrimas por parte del cardenal ofendido… pero estas no fueron capaces de frenar las reformas propuestas.
En fin, para resumir, diríamos que Joseph Ratzinger fue “el más joven de la amplia gama de teólogos que marcaron el Concilio Vaticano II, y es ciertamente uno de los más grandes por su capacidad espiritual y teológica”. [10]
Consagración para la Doctrina de la Fe
Después del Concilio, el experto regresó a Alemania a ejercer la docencia. Pero el oficio de profesor pronto desapareció, para dar paso al de pastor: Ratzinger fue consagrado arzobispo de Munich el 28 de mayo de 1977 y, un mes después, nombrado cardenal por el Papa Pablo VI.
Sin embargo, en febrero de 1982, la vida del futuro Papa volvió a sufrir un cambio drástico en su curso: el río de los acontecimientos lo devolvió a Roma, y esta vez, para siempre…
Ese mes llegó a la Ciudad Eterna, ya no como teólogo, ni como Arzobispo, sino como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (casualmente, la misma que había sido atacada por Frings durante el Concilio…).
Armado con su piano de cola y su rica biblioteca, se instaló en un apartamento con vista a la Plaza de San Pedro, frente a su oficina. Así se constituía la consagrada imagen del Cardenal Prefecto, con boina y maletín, recorriendo cada día una de las plazas más famosas del mundo, desde su casa hasta su oficina.
La Congregación para la Doctrina de la Fe –antiguamente llamada Sagrada Congregación de la Inquisición Universal y más tarde Santo Oficio– es la primitiva de las Congregaciones romanas, fundada por Pablo III en el siglo XVI.
Su trabajo es intenso: se ocupa no sólo de cuestiones doctrinales, sino también de cuestiones disciplinarias e incluso matrimoniales, así como de incorporaciones a la Iglesia católica, o los sonados casos de abusos por parte del clero, así como de apariciones y revelaciones místicas. [11]
Aquí, la misión del futuro Pontífice ya empezaba a despuntar con mayor claridad, especialmente ante sus propios ojos. Ratzinger se convirtió en el gran moderador de la verdad, la longa manus del Papa para detectar el error y corregirlo, mientras aún hay tiempo.
En este sentido, recordemos algunos rasgos de su obra durante este período.
A lo largo de 1988 mantuvo una serie de conversaciones con Marcel Lefebvre –uno de los obispos más radicales del ala tradicionalista y uno de los mayores críticos de las reformas del Concilio– para evitar una nueva división en la Iglesia. Pero no fue oído. El 29 de junio, Lefebvre ordenó a cuatro obispos sin permiso, consumando el cisma.
También tuvo un papel importante en relación con la Teología de la Liberación, especialmente con uno de los principales líderes del movimiento, su antiguo alumno, Leonardo Boff. Ratzinger refutó y condenó muchos de sus errores, sobre todo su deseo de transformar la Iglesia en una institución política de carácter marxista.
El Comunismo, por cierto, también estuvo en la mira del Gran Inquisidor, quien lo llamó “la vergüenza de nuestro tiempo”. [12] No hace falta decir que tal afirmación le trajo muchas críticas, incluso de los cardenales.
También fue prolífico en sus escritos: de los 27 documentos de carácter disciplinario emitidos por la Congregación desde el Concilio, 13 pertenecen a la época de Ratzinger; de los 62 de carácter doctrinal, 40; además de 9 sobre temas sacramentales, 12 de la Comisión Teológica Internacional y 3 de la Pontificia Comisión Bíblica.
Informe sobre la fe
Una de sus obras que más repercusión generó en los medios eclesiásticos fue el “Informe sobre la Fe”, o “Ratzinger Report”, como lo llamaron los periodistas norteamericanos.
Durante sus vacaciones del verano de 1985, Joseph Ratzinger aprovechó el ambiente distendido del seminario de Brixen para conceder una larga entrevista a Vittorio Messori. Sus palabras, sin embargo, contrastaban con el entorno: Ratzinger “revisó” toda la situación que la Iglesia había vivido desde el Concilio Vaticano II, y sus valoraciones fueron tan duras como realistas:
“Los resultados que siguieron al Concilio parecen cruelmente opuestos a las expectativas de todos, comenzando con el Papa Juan XXIII y luego con Pablo VI. (…) Los Papas y los Padres del Concilio esperaban una nueva unidad católica y, por el contrario, se caminó hacia una disensión que –para usar las palabras de Pablo VI– pareció pasar de la autocrítica a la autodemolición. Se esperaba un nuevo entusiasmo y, en lugar de ello, se acabó demasiado a menudo en el tedio y el desánimo. Se esperaba un salto adelante y, en cambio, nos encontramos ante un proceso de decadencia progresiva”. [13]
Pero Ratzinger también señaló lo que pensó que era una solución:
“Debemos permanecer fieles al hoy de la Iglesia; ni al ayer ni al mañana. Y este hoy de la Iglesia son los documentos auténticos del Vaticano II. Sin reservas que los recorten, ni arbitrariedades que los desfiguren” [14].
Aquí ya se puede vislumbrar mucho de su “hermenéutica de la continuidad”, mediante la cual defendía que el Concilio debía ser interpretado de manera armoniosa con todo el legado de dos mil años de la Iglesia, reflejado a través del magisterio de los Papas. Sobre esto, parafraseó:
“Los dogmas –dijo alguien– no son muros que nos impiden ver, sino todo lo contrario ventanas abiertas al infinito”. [15]
Esta larga entrevista de tres días dio lugar a un libro, que recibió el título de “Informe sobre la Fe”. La obra iba en contra de las opiniones de diversas corrientes de influencia dentro de los ambientes eclesiásticos, que buscaban una ruptura con el pasado (como si fuera posible admitir que todo lo que el Espíritu Santo había inspirado en su Iglesia a lo largo de dos mil años era algo superado y por tanto descartable). Estos simpatizantes de la llamada “ala progresista”, lanzaron una campaña de críticas –e incluso amenazas– contra el libro de Ratzinger: “En algunos lugares incluso se prohibió venderlo, porque no se podía tolerar una herejía de ese calibre”. [16]
Las discusiones llegaron a tal punto que, en el mismo año de la publicación, se convocó un sínodo para discutir el libro.
Esta actitud de intransigencia le valió de nuevo muchas críticas por parte de eclesiásticos, teólogos e incluso políticos, que lo consideraban demasiado rígido, inflexible, poco diplomático, en una palabra: excesivamente alemán. ¡Incluso lo llamaron Panzerkardinal! (En obvia alusión a su país de origen).
¿Dónde había quedado entonces el Ratzinger de la conciliación, la unión y el ecumenismo que había marcado el Vaticano II?
Parece haber habido, aquí, tal o cual cambio en su forma de actuar. El Cardenal Prefecto conocía el papel de la Verdad, y sabía que esta precisaba ser dicha, aunque a menudo pudiera herir a algunos.
Sin embargo, hay que decir que Juan Pablo II no compartía las mismas opiniones que los enemigos del panzerkardinal. Necesitaba a alguien así. Ratzinger era su mano derecha, tenía un encuentro privado con el Papa todos los viernes por la tarde para discutir los trabajos de la Congregación.
El Cardenal Prefecto prosiguió así su discreta vida de trabajo que, a su juicio, ya estaba llegando a su fin. Según él, ya no albergaba ningún anhelo, más que el de retirarse un día para dedicarse a su pasión: la teología. Pero muy diferentes eran los planes de Dios…
Un Sabio guiando el rebaño de Cristo
Benedicto XVI: el Cooperador de la Verdad
Tras la muerte de Juan Pablo II, los 115 cardenales electores se reúnen en la Capilla Sixtina. Después de la cuarta votación, que concluye uno de los tres cónclaves más breves de la historia, el humo blanco se eleva hacia el cielo:
“Cuando Benedicto XVI fue elegido Papa, viejos y gastados cliché salieron a la calle: Ratzinger era el Gran Inquisidor, el ‘Panzerkardinal’, el rottweiler de Dios o –en la versión italiana– el ‘pastor alemán’… Esta imagen procedía tal vez de la precipitación y de sus veintitrés años al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, antes conocida como Santo Oficio, como colaborador del Papa Juan Pablo II”. [17]
Subía al Solio Pontificio aquel que debería ser el defensor de la verdad, señalándola al mundo entero y obrando en su favor: Cristo entregó su Rebaño a un Sabio.
Tan consciente era de ello que eligió para su escudo la frase de San Juan: Cooperatores veritatis (3 Jn 1,8), la misma, por cierto, que aparecía en su escudo episcopal.
Pero este no era el único aspecto de su pontificado. Esa unión, de la que había sido paladín en el Concilio, también estaba presente de alguna forma. ¡Una sola Iglesia! En su primera homilía como Papa, declaró que este sería su programa:
“Con plena conciencia, al inicio de su ministerio en la Iglesia de Roma que Pedro regó con su sangre, su actual sucesor asume como compromiso prioritario: trabajar con el máximo compromiso para restablecer la unidad plena y visible de todos los discípulos de Cristo. Esta es su voluntad y su deber indispensable. Es consciente de que para esto no bastan las manifestaciones de buenos sentimientos, se necesitan gestos concretos que penetren en los espíritus y sacudan las conciencias, impulsando a cada uno a la conversión interior (…).
“Ante Él, juez supremo de todo ser viviente, cada uno debe colocarse, consciente de que un día tendrá que dar cuenta de lo que ha hecho u omitido por el gran bien de la unidad plena y visible de sus discípulos (…)”. [18]
Eran severas las palabras de Benedicto XVI. Como pontífice, su omisión tendría consecuencias catastróficas para toda la Iglesia, y Dios lo juzgaría en consecuencia.
Fátima-Brasil: ¡profetismo y esperanza!
Por otro lado, también vale la pena recordar cuáles fueron las relaciones de Benedicto XVI con los brasileños.
América Latina era para él el “Continente de la Esperanza”, un mundo todavía joven y, por eso mismo, lleno de vida y de promesas, algo que apuntaba hacia el futuro.
Dentro de esto, Brasil, en ese momento el país más católico del planeta, jugaba un papel muy importante: “Aquí en Brasil se decide una parte fundamental del futuro de la Iglesia católica”. [19]
Así revelaba Ratzinger algo de su pensamiento sobre las tierras de Santa Cruz: ¡vislumbraba una misión profética para este país! Y conocer profecías no era algo extraño para Benedicto XVI: recordemos que uno de sus deberes como Inquisidor era custodiar e investigar con detenimiento aquellas místicas revelaciones que fueron siendo hechas a lo largo de la Historia.
Lo que no reveló, sin embargo, fue cuál sería esta misión.
Curiosamente, fue lo mismo que dijo sobre el mensaje de Fátima, cuando visitó el Santuario en mayo de 2010, exactamente tres años después de su viaje a Brasil: “Cualquiera que piense que la misión profética de Fátima ha terminado, se equivoca”. [20]
Ese día, Ratzinger recordó que se acercaba el centenario de las apariciones y esperaba que esos siete años de espera aceleraran el triunfo del “Inmaculado Corazón de María para gloria de la Santísima Trinidad”. [21] Sin embargo, pensó que era mejor no revelar cómo esperaba que sucediera este triunfo…
Además, así como América Latina, Fátima era, según él, un mensaje de esperanza. [22]
Fátima-Brasil: profetismo y esperanza. ¿Habrá alguna relación?
Estas son meras especulaciones que pueden o no ser reales. El futuro nos dará elementos para juzgarlos.
Lo cierto es que Benedicto XVI vio algo de providencial para Brasil, al punto que escogió para visitar únicamente, junto con México, tierras brasileñas, y no las de otro país latinoamericano.
Un misterio
La renuncia de Benedicto XVI
Con 86 años, Benedicto XVI declaró que su avanzada edad y el declive de sus fuerzas físicas ya no le permitirían ejercer adecuadamente el ministerio petrino, y anunció que, por este motivo, “consciente del peso de este acto y en plena libertad”, [23] renunciaba al ministerio que le había sido conferido el 19 de abril de 2005.
El insólito acto de renuncia causó asombro, sobre todo teniendo en cuenta que Benedicto XVI seguiría siendo Papa, aunque emérito. Esta circunstancia, esa sí, era nueva: siempre que había una renuncia de un Papa, automáticamente volvía a su estado anterior. Con Ratzinger la situación sería otra…
Las incertidumbres e inestabilidades que se cernían sobre la decisión de Benedicto XVI sacudieron la mente de muchos: ¿quién sería el próximo Papa? ¿Qué línea seguiría?
Además de estas incógnitas, comenzaba a sentirse un cierto clima –hasta cierto punto inexplicable– de tragedia comenzaba a hacerse sentir: ¿qué sería de la Iglesia a partir de ese momento?
Las especulaciones comenzaron a pulular en Roma. Los nombres de los papabili circulaban en las plumas de todos los vaticanistas. También se hicieron sentir las suposiciones sobre el propio futuro de Benedicto. Todos querían anclarse en algo que parecía sólido: el hombre necesita certezas. ¿Dónde estaban en ese momento? ¿Quién sería capaz de prever el futuro?
Algunos intentaron basarse en las profecías de Santos, pero esto terminó generando aún más inseguridad. Muchos de ellos parecían prever tiempos difíciles.
La beata Anna Catharina Emmerick, por ejemplo, vio dos Iglesias y dos Papas. Una de las Iglesias era enorme, pero llena de demonios, la otra, pequeña, pero compuesta de verdaderos creyentes. Todo muy misterioso.
Otra profecía, hecha por Nuestra Señora a la Madre Mariana de Jesús Torres, hablaba del “error del Sabio”, porque a este hombre había sido confiado el Rebaño de Cristo, pero él lo entregó en manos de los enemigos.
Las coincidencias eran impactantes, es cierto, pero esto no podía desesperar a los fieles. Aquí volvemos al tema de la inmortalidad de la Iglesia. Aquellos que no tengan fe en esta promesa de Nuestro Señor nunca podrán entender correctamente las profecías, y terminarán generando aún más confusión en sus mentes. Desafortunadamente, en el momento de la renuncia, este era el caso.
Sin embargo, el hecho indiscutible es que, habiendo errado o no, aquel Sabio, que hasta ese momento dirigía el Rebaño de Cristo, había renunciado, convirtiéndose en un misterio…
Desde entonces, su papel de “COOPERADOR DE LA VERDAD” lo ha ejercido de manera diferente. Ya no con gestos concretos, sino desde dentro el silencio, el recogimiento, la oración, y este silencio se mantendría hasta el final de sus días.
Benedicto XVI fue sin duda uno de esos grandes hombres que marcaron la historia. La marcó por todo lo que hizo, sin duda. Pero no diría simplemente eso. Los hombres clave, como el difunto pontífice, tienen tal capacidad de influencia que hacen historia incluso por lo que no hicieron.
¿Qué habrá quedado, pues, en lo íntimo del corazón de este gran hombre, en esa cámara impenetrable, donde sólo Dios se introduce, llamada corazón? ¿Qué anhelos nutría, en estos últimos días de su vida, por la Iglesia y por el futuro de la Esposa Mística de Cristo, en gran parte trazado por él mismo?
El verdadero testamento de esta vida eminente, sólo el futuro lo sellará.
En fin, si Benedicto XVI hizo historia como Papa y Sabio, a pesar de su misterio, bien es cierto que, sobre todo, fue un hombre a quien Dios mucho amó, ¡y esto le bastó!
Por Oto Pereira
Publicado originariamente por Gaudium Press . Se autoriza su publicación -total o parcial- citando la fuente.
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1 Comment
Excelente artículo, muy bien descrito la personalidad y obra del papa Benedicto XVI. Gracias por compartirlo!!