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Por ser el mayor de los varones santos de la Historia, San José goza, en el Cielo, de una audiencia especialísima y de gran poder de intercesión en favor de los que a él recurren.
Recorriendo la historia de las apariciones de Nuestra Señora en Fátima, Portugal, nos deparamos que en la última, ocurrida el 13 de octubre de 1917, momentos antes del llamado “milagro del sol”, se sucedieron en el cielo, ante los tres pastorcitos, unas visiones. Llama la atención, en una de ellas, la presencia del glorioso Patriarca San José, que, sosteniendo en su brazo izquierdo al Niño Jesús, bendijo a la multitud presente, calculada en cerca de 70 mil personas, trazando por tres veces en el aire una cruz, y el Niño Jesús hizo lo mismo.
La Virgen en Fátima que invitaba a la penitencia, la oración y a una conversión personal, en un mensaje calificado por varios Pontífices de profético, anunció catástrofes que afectarían a la humanidad entera, como también el triunfo final de su Inmaculado Corazón.
Podemos considerar, entonces, que estas bendiciones de San José, en tan especial circunstancia, indican gracias que serán derramadas, por su intermedio, sobre aquellos que recurriesen a su poderosísima intercesión y especialmente en los calificados por San Luis María Grignion de Montfort, como los “últimos tiempos”, de una era. Ya lo afirmaba, siglo y medio después, el famoso abad benedictino francés (1806-1875) Dom Próspero Guéranger: “la devoción a San José estaba reservada para estos últimos tiempos”.
¿Por qué su culto no se desarrolló en los primeros siglos de la Iglesia?, se preguntará alguno. Nos responde el mismo autor: “la Divina Providencia tenía sus razones misteriosas para retardar el momento”.
Es lo que desarrolla, magistralmente, Monseñor João Scognamiglio Clá Días, fundador de los Heraldos del Evangelio, en su libro “San José: ¿quién lo conoce?” en su Capítulo XVI. Adentrándose en la persona del glorioso Patriarca, en el pasado, el presente y el futuro, sobre su “intervención, cada vez más clara y decisiva, en los acontecimientos”, “por ser el mayor de los varones santos de la Historia, San José, goza, en la bienaventuranza, de una audiencia especialísima y de gran poder de intercesión en favor de los que a él recurren. Por la estrecha ligación con el Cuerpo Místico de Cristo (la Iglesia), vela por todos sus miembros, protegiendo a los inocentes y obteniendo el arrepentimiento de los pecadores. Esa auténtica mediación, en el orden de la gracia, la ejerce con generosidad, eficacia y dominio, mereciendo como nadie el título de Patriarca de la Iglesia Católica” (p. 411).
El Papa Benedicto XIV en el siglo XVIII lo declaró oficialmente como Patriarca; posteriormente, un 8 de diciembre de 1870, el Papa Beato Pío IX lo declaró Patrono de la Iglesia Universal. Su vínculo con el Verbo Encarnado lo pone en estrecha relación con la Iglesia, “pues, por el hecho de ser padre de Cristo, San José lo es también de su Cuerpo Místico, una vez que no se puede separar la Cabeza de los miembros” (p. 412).
Crecer en devoción a San José
A lo largo del citado libro se vislumbra cómo su autor desea que la devoción al Santo Patriarca de la Iglesia crezca en todos los corazones auténticamente católicos. Pues, como decía Fray Isidoro Isolano, OP (1470-1530), se tendrá una inmensa alegría al conocer claramente la santidad de San José, y de cómo “Dios lo constituyó -para gloria de su nombre- cabeza y patrono especial de las fuerzas de la Iglesia militante”.
Fue así que: “cuando la Iglesia precisó de un auxilio especial frente a las dificultades y persecuciones, allí estuvo su Santo Patriarca como potente intercesor y singularísimo protector, comunicando ánimo irresistible a los soldados de la Fe, a fin de vencerse a si mismos y derrotar a los adversarios de su Hijo Jesucristo” (p. 414).
En los primeros tiempos de la cruel persecución del Imperio Romano, actuó como patrono de la buena muerte acompañando a los primeros mártires. Cuando cesaron las persecuciones, acompañó a los confesores de la Fe, que la defendieron contra los innumerables y perniciosos errores que intentaban desvirtuarla. Durante la Edad Media, comenta Monseñor João Clá: “estuvo al lado de los monjes, dándoles ánimo y sabiduría para construir, bajo los armoniosos sones del canto gregoriano y la dulce férula de la regla benedictina, una nueva civilización sobre las ruinas del Imperio Romano” (p. 416).
Pero el gusano roedor del orgullo y de la sensualidad fue minando los tiempos en que la “filosofía del Evangelio gobernaba los Estados”, en el decir del Papa León XIII. Momentos trágicos en que la humanidad caminaba en el delirio de una horrible decadencia. En medio de ella, llegado el siglo XIX, el fervor de los católicos por San José fue creciendo en todo el orbe.
Su presencia en las visiones a los pastorcitos en Fátima, realza, aún más, su futura intercesión. Anuncia una fuerte intervención del Santo Patriarca. “La tierra entera – nuevamente volvemos al libro “San José: ¿quién lo conoce?” – sucumbe en un nuevo paganismo, peor que el antiguo, donde se cometen crímenes de una violencia que clama a los Cielos: la inocencia de aquellos niños, que no son asesinados en los vientres de sus madres, se pierde tan temprano cuanto se imagina; la amoralidad reina en la mayoría de los corazones; la injusticia, el ateísmo y el pragmatismo domina casi la totalidad de las leyes y de las costumbres; en síntesis, el mundo tocó, por así decir, el abismo más hondo de la bajeza” (p. 421).
Ante tal situación esperamos que la devoción a San José, Patriarca y Padre de la Santa Iglesia, aumente en la piedad católica, ocupando un lugar de destaque. Su intervención, anunciada en la última aparición de Fátima, con una triple y especial bendición, se hace necesaria cada día más urgentemente frente a un mundo en extremo desorden. En las manos poderosas de San José ponemos la restauración del esplendor y santidad de la Iglesia y de la sociedad que nos ha tocado vivir.
Pidamos a quien fuera escogido para ser castísimo Esposo de María y Padre del Niño Jesús, y elevado a la condición de Patriarca de la Santa Iglesia, en nuestras aflicciones: paz, serenidad, tranquilidad y confianza en Dios, como él las tuvo en los momentos de sus tremendas perplejidades.