El Padre Pío
Llamado, sufrimiento, entrega generosa, persecución y gloria. Fue el camino de un santo, hoy venerado por fieles del mundo entero.
Pieltrecina era en 1887 una pequeña aldea próxima a Benevento, en Italia. El trabajo de campo era el único medio de sustento de sus pobres habitantes. Olivos, viñas, trigo, tabaco, eran los cultivos que dominaban.
En una humilde habitación, de los varios “cuartos” separados que conformaban la vivienda de Grazio María Forgione y María Giuseppa De Nuncio, nacía el 25 de mayo el niño Francisco, que llegaría a ser el tan conocido y querido padre capuchino estigmatizado.
casa donde nació el P. Pío
Allí pasó los tiempos de su niñez y breve adolescencia. Posteriormente con motivo de misteriosa enfermedad que lo alejó del convento, estuvo en la primera etapa de su vida sacerdotal desde 1910 a 1916.
Desde muy niño expresó a sus padres el deseo de ser fraile capuchino. Su padre no dudó, yéndose a trabajar lejos de su casa para lograr lo necesario para que su hijo pudiese estudiar y llegar al sacerdocio. Su madre, considerada como una mujer de pueblo con rasgos de gran señora, era una frecuentadora de la iglesia del lugar.
“En mi familia – decía el Padre Pío – era difícil hallar diez liras, pero nunca faltó nada”. En ese ambiente crecía el niño Francisco. No siempre era de su gusto ir a jugar con los chicos de su edad, justificaba ante su madre: “porque ésos blasfeman”, “son libertinos de palabra fácil”. Si bien que “era un muchacho como los demás”, nunca pronunció malas palabras ni quería oírlas, nos cuenta uno de sus antiguos comentadores[1]. Normalmente ejercía como monaguillo, era rezador y bien compuesto; hacía muchas penitencias.
Ya en la escuela, comenzó a sufrir las envidias de algunos compañeritos. Por otro lado, también, a los cinco años comenzaron los éxtasis y las apariciones, fenómenos que ocultó hasta los 28 años, pues los consideraba como una cosa ordinaria que sucedía con todas las personas.
En este ambiente y circunstancias, Francisco, sentía la voz misteriosa del Señor para seguirlo. Sus padres no se opusieron en momento alguno, dieron a Dios la porción que le correspondía. Con la bendición de su madre, a los 16 años, parte para el noviciado: “San Francisco te ha llamado, pues, vete”.El padre Pío cuenta haber “sentido desde los más tiernos años fuerte llamado al estado religioso”, que sería una continua batalla, pero que, el mismo Jesucristo, “lo habría de asistir y estar siempre a su lado para ayudarle y premiarle en el Cielo”. Fue así que un 6 de enero de 1903, llamó a las puertas del convento capuchino de Morcone, realiza su ejercicio espiritual y es revestido con el hábito franciscano, cambiando su nombre de bautismo, pasa a llamarse Fray Pío de Pietrelcina. Estaba allí, como novicio, aquel que, deseando ser un perfecto capuchino, llegaría a ser el famoso Padre Pío, conocido en todo el mundo.
Un llamado a la perfección, el apoyo de su familia
Emprende un camino lleno de pruebas, sufrimientos, persecuciones y gloria. Bien relata que, “al correr de los años había tenido que luchar contra el placer de este mundo que intentaba sofocar la buena semilla de la Divina llamada”[2].
En mayo de 1909, con motivo de misteriosa enfermedad, es trasladado a Pietrelcina con su familia; los médicos decían que tal vez los aires de su pueblo lo curarían. Esta situación de salud se prolongó por casi siete años. Al mismo tiempo sufría tormentos espirituales. El propio demonio quería arrancarlo de las manos de Jesús.
Le acontecían sucesos de todo tipo, no pocos de característica extraordinaria, “se distinguía de los demás por su modestia, mortificación y gran piedad”, siguió allí estudiando para no perder el año, pues tenía un ardiente deseo de ser sacerdote. Así fue, que un 10 de agosto de 1910 es ordenado sacerdote en la catedral de San Benevento.
Después de ordenado, por sus problemas de salud, continuó viviendo con su familia. Su director espiritual relata que, a una pregunta sobre su misteriosa permanencia en este lugar, le respondió: “no puedo revelar la razón por la que el Señor me ha querido en Pietrelcina; faltaría con la caridad…”. Misteriosa respuesta aún a ser interpretada.
Entra en un período en el que padece de grandes tormentos diabólicos, decía: “el demonio me quiere para sí a toda costa”. Vivir fuera del convento, era para él: “vivir en el destierro del mundo”.
Del llamado al sufrimiento
A la etapa del llamado, viene el comienzo de su vida apostólica, ayudando al párroco, pero aun no confesando, hasta que llega el momento de volver al convento – que llamaba uno de los frailes “de la desolación” -, en San Giovanni Rotondo, lugar alejado del pueblo al que pocos llegaban.
Con el correr de los días se fueron aproximando almas deseosas de perfección, otras necesitadas de consejo. habían descubierto la llegada del nuevo fraile. Su consejo era muy claro y simple: comunión y confesión frecuente.
Las visiones celestiales lo acompañaron no mucho después de su noviciado. Él mismo escribía a sus directores espirituales, con toda simplicidad: “Se me ha aparecido Nuestro Señor”, “ha venido Jesús y me ha dicho”. Tenía el don de leer el interior de las almas, veía lo que sucedía en la consciencia ajena por una clarividencia sobrenatural, motivo por lo cual, las filas de confesión se hicieron enormes, a tal punto que distribuían números para ordenarlas.
No podía faltarle el conocimiento infuso de las lenguas extranjeras, sin estudio alguno que haya hecho. Como el fenómeno místico de la bilocación y el singular del perfume -símbolo del buen olor de la santidad- que emanaba de las llagas de sus manos sangrantes.
Su día a día era un rezar, un leer, y principalmente, estar confesando. En la confesión los penitentes recobraban la paz; sus Misas atraían de tal forma que algunos decían: “quién lo ha visto celebrar una vez, ya nunca se olvidará”[3]. Vivía tres amores: La Eucaristía, María Santísima y la Santa Iglesia. Su vida: un reclinatorio, un altar, un confesionario[4]. “En los libros buscamos a Dios; en la oración, lo encontramos”, afirmaba.
Su misión era la entrega a los demás, la consideraba “su única misión”. Su humildad le hacía afirmar: “Reconozco muy bien que no tengo nada que haya sido capaz de atraer las miradas de este dulcísimo Jesús. Sólo su buena voluntad ha colmado mi alma de tantos bienes”[5].
Hacia 1918 el padre Pío camina en el llamado al sufrimiento; precisamente un 5 de agosto de ese año recibe la gracia extraordinaria de la “transverberación”, que le producía la pérdida frecuente del sentido. Relata en carta a su director espiritual, que sintió como un personaje, teniendo en su mano un instrumento similar a una flecha, y que de la punta parecía saliese fuego, “arrojaba en toda violencia tal dardo sobre el alma”, que se sintió morir. El corazón traspasado, es una herida de amor, una “unión dolorosa”.
“Esta gracia santificadora de la transverberación fue como un preludio de la gracia carismática de la estigmatización, que Dios concede en beneficio de los demás”.
Así fue, que un 8 de septiembre de 1911, en sus manos, “apareció algo rojo como la figura de un céntimo, acompañado de un fuerte y agudo dolor en el centro de aquel círculo rojizo”, “asimismo en la planta de los pies advierto algún dolor”[6]. Poco después le desaparecen las señales, pero continúa el dolor en “el corazón, las manos y los pies como si estuvieses traspasados por una espada”.
El 20 de septiembre, durante su acción de gracias posterior a la santa Misa, estando en el coro, se le aparece nuevamente el personaje misterioso del 5 de agosto, con las manos, pies y costado sangrantes. Ahí el padre Pío se da cuenta que “sus manos, pies y costado estaban taladrados y manaban sangre”[7]. El mismo dice que era tomado por una fuerte aflicción, que experimenta casi todos los días. Sus estigmas, que sangraban diariamente sin cicatrizar ni causar infección alguna, lo acompañaron durante 50 años.
Maravilloso gemido sale del corazón del Padre Pío pidiendo al Señor que le quite esta aflicción que le causan las señales exteriores de los estigmas. No pide que le retire el dolor, “puesto que lo veo imposible y veo asimismo que deseo embriagarme de dolor, sino estas señales externas (las llagas), que me causan una confusión y humillación indescriptible e insoportable”[8].
La Divina Providencia, nos cuenta el padre De Ripabottoni en uno de los perfiles biográficos más longevos, “no cumplió este ardiente deseo de su predilecto: no retiró de su cuerpo ‘las señales’, porque él tenía que servir de señal para los hijos de los hombres que caminan a tientas entre las tinieblas”[9]. En el correr de 50 años, soportó con resignación los dolores de sus llagas.
Comenzaba así su caminar, desde el llamado, entrando en el camino del sufrimiento, para lo que podríamos llamar de su entrega generosa, hacia los otros.
La entrega generosa
El padre Pío escondía este don de Dios. No existiendo en esos tiempos los medios electrónicos de comunicación actuales, en que un mini evento llega a cualquier lugar del mundo de forma casi instantánea, la noticia de sus estigmas y de sus virtudes se expandía con rapidez asombrosa. El convento era asechado por gentes que venían, que querían confesarse, que deseaban verlo celebrando Misa.
De todas partes del mundo llegaban pedidos de oración; “con frecuencia agradecimiento por gracias recibidas”, por su intercesión, y vean que… ¡estaba vivo!
Miles de comuniones. Llega a confesar, en algunas ocasiones, hasta 16 horas al día. El padre Pío decía que “no tengo libre ni un minuto” (carta 3 de junio de 1919) y empleo mi tiempo en desatar a los hermanos de las cadenas de satanás. Bendito sea Dios”. A tal punto que el Provincial de los Capuchinos de aquel tiempo atestigua que: “el Señor ha querido revelar a este su Elegido para el bien de las almas y la gloria de su nombre”[10].
Junto a eso, lamentándose de la falta de un hospital en el lugar, inventó construir la “Catedral de la caridad”, la “Casa de Alivio del Sufrimiento”. Un 16 de mayo de 1947, coloca la primera piedra. En 1966 llegó a tener 600 camas.
La Casa del alivio del sufrimiento fundada por el P. Pío
Eran tiempos que podríamos llamar de tranquilidad en su generosa entrega. Pero, como no podía dejar de ser, empiezan las acusaciones injustificables, para no decir difamaciones, hasta las más banales contra el padre Pío y los frailes de su entorno. En esos momentos estaba en el Pontificado el Papa Benedicto XV que lo consideraba como “un hombre extraordinario que Dios envía a la tierra de vez en cuando, para la conversión de los hombres”. Y a sus enviados especiales y confidentes informadores les amonesta: “¡Está bien ser cautos; pero está mal mostrarse incrédulos!”[11].
Después de su generosa entrega… la persecución
La celebridad del padre Pío llegó hasta a los periódicos más famosos de aquel tiempo. Comienzan las envidias, al inicio fueron de cierta parte del clero secular. El Obispo local Mons. Gagliardi (que tiempos antes era acusado de costumbres no muy “santas”, acusado de simonía y de costumbres depravadas, hechos confirmados años más tarde durante una visita apostólica[12], llegando a ser destituido), suplicaba a Benedicto XV que “pusiera freno a la idolatría que se comete en el convento por las actuaciones del padre Pío”[13]. ¡Nunca lo había visto personalmente! En 1919, comenzó a reunir documentos o testimonios contra el Padre Pío. También de algunos canónigos que tenían una vida poco edificante[14].
Falleciendo este Pontífice en enero de 1922, a los seis meses, el llamado entonces de Santo Oficio emana disposiciones. Podríamos decir que comienza el período – en medio de su generosa entrega a los otros – de persecución, no otra palabra encaja tan perfectamente en estos acontecimientos.
Entra en escena el padre Agostino Gemelli (médico, militante socialista que se convirtió y entró en los franciscanos), que fue quien pesó en las actitudes adoptadas por las autoridades romanas hasta el año 1959. Fue calificado como el “filósofo de la persecución”[15]. Afirmaba que los estigmas provenían de “una condición psicopática o eran efecto de una simulación”[16].
Empieza a ser castigado, considerado sospechoso, por una parte, de la Jerarquía Católica. Todo iba en aumento, llegando al extremo de ser impedido de todo contacto con el mundo externo.
Las instrucciones del Santo Oficio, de junio de 1922, le prohibían, por motivo alguno, mostrar las así denominadas llagas, ni hablar de ellas o permitir que se las besen. Le cambian el director espiritual, que era en su momento el P. Benedicto de San Marco in Lamis, con el cual debe interrumpir toda comunicación epistolar. Consideran necesario alejarlo de San Giovanni Rotondo. Le prohíben responder a las cartas que le dirijan personas devotas, ya sea para pedir consejo o dar gracias o por otros motivos.
Mismo así, el acercarse de fieles hacia el “capuchino de los estigmas”, sigue aumentando masivamente. El Santo Oficio continúa de ojo atento al fenómeno. En mayo de 1923 declara que, realizada una investigación: “no consta, de la sobrenaturalidad de los hechos, y exhorta a los fieles a conformarse en su modo de proceder con esta declaración”.
El 23 de mayo de 1931 el Padre Pío es privado de todas las facultades de su sagrado ministerio, exceptuada la santa Misa, que la podrá celebrar en privado en la capilla interior del convento, ¡sin participación de nadie! En nada disminuyó el entusiasmo de las gentes. El confesionario, que era el lugar donde eran realizados verdaderas conversiones y “milagros”, quedaba vedado.
No se le imponía pena canónica alguna. La “investigación” era basada en la opinión infundada del padre Gemelli, y las acusaciones y calumnias del Obispo local…
Ante estas injusticias, al estilo de la más especial persecución, cuando el Padre Pío tomó conocimiento, elevando los ojos al Cielo, exclamó: “Hágase la voluntad de Dios”; cubriéndose la cara con las manos, inclinando la cabeza y no respondió más[17]. Obedeció, aceptando todo con humildad y resignación. Aquel fraile estigmatizado, que decía que sólo sabía celebrar misa y confesar, es encerrado en un profundo silencio. Fue un período atribulado de su vida, pero, continuaba obediente y perseverante en la oración. En ese momento decía: “Lloro por las almas que se ven privadas de mi testimonio por quienes deberían defenderlo”[18].
Expresivas son, las palabras del padre De Ripabottoni sobre estos singulares momentos de su vida: “La luz que irradian sus virtudes no queda obscurecida por las nubes con las que se intenta vanamente embrollar su camino y ascensión hacia Dios. Coro, iglesia y celda: esta es su vida”[19].
Este forzado ostracismo terminó un 14 de julio de 1933, el 15 es la noticia en el convento, al día siguiente -fiesta de Nuestra Señora del Carmen-, después de dos años de ausencia, celebra misa en la iglesia del convento ante una multitud de fieles. Lo encontraron irreconocible, envejecido, cabellos encanecidos, hombros cargados, paso incierto. Era un hombre de dolores, no un triunfador[20].
La noticia corre y aumentan la afluencia de fieles, las confesiones y las comuniones. Pero todo lentamente, no era una rehabilitación plena, habrá que esperar varios meses; primero confesar hombres, meses después poder confesar mujeres. Su confesionario era como un enjambre de abejas, siempre rodeado de penitentes a la espera de sus consejos y absolución.
Quien tenía la gracia de aproximarse al padre Pío, quedaba entusiasmado por su persona, y se marchaba aliviado de sus miserias y dolores; era el decir de todos. Sólo en el año 1963 fueron 83.000 mujeres y 20 mil hombres, era una media de penitentes de ¡273 por día!, deseando confesarse con el perseguido…
Los años transcurrieron, pero las calumnias no cesaron. Un 3 de octubre de 1960, un comunicado de prensa del Vaticano origina un estruendo publicitario contra su persona, calificando su accionar apostólico como “una especie de fanatismo deletéreo”[21]. Ochocientas noticias en toda Italia. Era la segunda persecución. Entraba en tema ahora, no sólo la persona del Padre Pio sino su proyecto, gestión y finanzas. de la “Casa de alivio del sufrimiento” y las colectas de dinero para su construcción. Una de las noticias lo calificaba como: “El capuchino más rico del mundo”.
A pesar de esto, en el año 1962, cincuenta obispos y arzobispos asistentes al Concilio fueron a San Giovanni Retondo, y miles de sacerdotes.
El 30 de enero de 1964 fue su “liberación”. A través del cardenal Ottaviani fue indicado que: “el padre Pío ejerciera su ministerio con plena libertad”.
El camino hacia la gloria, a una presencia viva y activa
Después de la tribulación de la persecución entró en nuevo período marcado por muchos sufrimientos desgarradores: “Padezco mucho, pero doy gracias a Dios como siempre”[22]. Las cartas al padre Pío aumentaban. También. las peregrinaciones, para pedir más y más, siempre deseosos de verlo, agolpándose su alrededor, queriendo tocarle al menos el hábito, cuando no sus manos llagadas. Él mismo reprendía a los indisciplinados, que nunca faltan, en medio de los tumultos.
El 20 de septiembre de l968 era el 50º aniversario de las llagas visibles aparecidas en sus manos, pies y pecho. El escritor francés Pierre Pascal decía, cuando lo visitó: “en la penumbra de la celda, los estigmas de sus manos estaban luminosos”[23]. El padre Pío expresaba: “¡Esto se acaba, se acaba!”, “ya es hora, que el Señor me llame”.
El 21 da la bendición a la muchedumbre presente. Se siente perdido en su humildad, confundido por tantos dones recibidos. Decía a quien estaba a su lado: “tendría que escapar y esconderme, dada esta confusión que experimento”[24].
el cuerpo incorrupto del P. Pío
El domingo 22 había sido el momento establecido para festejar el jubileo, sería una misa solemne, cantada, pero no consiguió hacerlo. Al final sufrió un desmayo. Colocado en silla de ruedas, alejándose, dirigió la mirada a los fieles, tendiendo los brazos como si quisiera abrazarlos, y murmuró un: “Hijos míos, queridos hijos míos”. Así fue la última misa del padre Pío[25].
La multitud gritaba entusiasmada: “Viva el P. Pío”, “Auguri P. Pío”. Pero ya no parecía el mismo, estaba pálido, temblando y sin fuerzas, con sus manos frías. Con dificultad podía levantar la mano derecha para bendecir.
Triste relato de ese día trasmite el padre Guardián: “la ventana de la celda del P. Pío se cerró definitivamente para siempre, encerrando tras de sí el recuerdo de un hombre al que todos los que se le acercaron habían aprendido a llamar “¡Padre!”[26].
“Sólo me falta el sepulcro. Casi estoy más dentro que fuera de él”. A las dos y treinta de la madrugada, del 23 de septiembre de ese 1968, administrado el sacramento de los enfermos, voló al Cielo, con las cuentas del rosario entre los dedos, y con “¡Jesús!… ¡María!”, entre los labios. Tenía 81 años.
Una inmensa oleada de gente aguardaba impaciente el deseo de acercarse al ataúd, para ver, tocar y besar los venerables restos, nos cuentan las crónicas del convento. No era el funeral, sino el triunfo del padre Pío, la gloria.
Su presencia está siempre viva y activa, afirma el padre De Ripabottoni[27]. El 16 de junio del 2002 fue canonizado por San Juan Pablo II ante una multitudinaria, nunca vista, presencia de fieles.
P. Fernando Gioia, EP | Heraldos del Evangelio
[1] DE RIPABOTTONI, Padre Alejandro. “Padre Pío de Pietrelcina”, p. 16. P. Edizione Padre Pio, 2018. San Giovanni Rotondo.
[2] DE RIPABOTTONI. Ídem, p. 41.
[3] DE RIPABOTTONI. Ídem, p. 89.
[4] DE RIPABOTTONI. Ídem, p. 172.
[5] DE RIPABOTTONI. Ídem, p. 124.
[6] DE RIPABOTTONI. Ídem, p. 72.
[7] Carta del 22 de octubre al padre Benedetto, Epistolario, T. I., p. 1092.
[8] DE RIPABOTTON. Ídem, p. 77.
[9] DE RIPABOTTONI. Ídem, p. 77.
[10] DE RIPABOTTONI. Ídem, p. 80.
[11] DE RIPABOTTONI. Ídem, p. 81.
[12] CHIRON, Yves. “El Padre Pío. El capuchino de los estigmas”, pp. 146-147. Editorial Palabra, 2014.
[13] CHIRON. Ídem, p, 147.
[14] CHIRON. Ídem, p. 147.
[15] Expresión de Francobaldo Chiocci y Luciano Ciri en “Padre Pío, soria d’una vittima”. Vol. I, Ch. XIX.
[16] CHIRON. Ídem, p. 154.
[17] DE RIPABOTTONI. Ídem, p. 90.
[18] BRUNATTO, Emmanuele. “Padre Pío”, pp. 7-8. Ginebra, 1963.
[19] DE RIPABOTTONI. Ídem, p. 85.
[20] CHIRON. Ídem, p. 221.
[21] CHIRON. Ídem, p. 309.
[22] DE RIPABOTTON. Ídem, p. 160.
[23] CHIRON. Ídem, p. 350.
[24] DE RIPABOTTONI. Ídem, p. 163.
[25] BONIFACE, Ennemond. “Padre Pio le Crucifié, NEL, 1971, PP. 176-177.
[26] DE RIPABOTTON. Ídem, p. 165.
[27] DE RIPABOTTONI. Ídem, p. 171.