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La Asunción de María

La fiesta de la Asunción, que se conmemora el 15 de Agosto, nos invita a meditar sobre la gloria inefable de la Virgen María, el Paraíso de Dios.


Mientras más busca el hombre profundizar en el conocimiento de Dios, tanto más comprende que no logrará abarcarlo; tales son las grandezas y misterios con los que se depara.

El Creador, que establece las reglas, se complace en crear magníficas excepciones. La Teología nos enseña que tres criaturas no podrían ser creadas en un grado más excelente. La primera es Jesucristo, Hombre-Dios: imposible ser más perfecto, nada se podría agregar. La segunda, María: “casi divina” es la expresión que varios teólogos emplean para referirse a la Madre del Redentor. Y por fin, la visión beatífica, el Cielo: el premio reservado a los justos no podría ser mejor ni mayor. ¡Es Dios mismo que se entrega a los Bienaventurados!

¿Por qué murió la Madre de la Vida?

En María Santísima se halla la plenitud de gracias y de perfecciones que son posibles a una mera criatura. Según la bella expresión de San Antonino, “Dios reunió todas las aguas y las llamó mar; reunió todas sus gracias y las llamó María” . Desde toda la eternidad, el decreto divino establecía el singularísimo privilegio que la Virgen Santísima fuera concebida libre de la mancha original. Privilegio apropiado a la que engendraría en su seno al mismo Dios.

Una vez transcurrida su vida en esta tierra, ¿qué le sucedería a nuestra Madre?

Ella, que había dado a luz, alimentado y protegido al Niño Dios, y recibido en sus brazos virginales el Cuerpo dilacerado de su Hijo y Redentor, estaba lista para exhalar el último suspiro. ¿Cómo podría pasar por el trance de la muerte esa Virgen Inmaculada, nunca tocada ni por la más leve sombra de cualquier falta?

Sin embargo, como la suave puesta de sol de un magnífico atardecer, la Madre de la Vida entregaba su alma. ¿Por qué moría María? Es que habiendo participado en todos los dolores de la Pasión de Jesús, no quiso dejar de pasar por la muerte, para imitar en todo a su Dios y Señor.

¿De qué murió María?

La naturaleza de la Virgen María era perfectísima. En efecto, Tertuliano afirma que “si Dios puso tanto cuidado al formar el cuerpo de Adán, porque su pensamiento volaba hasta Cristo, que debería nacer de él, ¿cuánto mayor cuidado no habrá tenido al formar el cuerpo de María, de la cual debería nacer no de modo remoto y mediato, sino de modo próximo e inmediato el Verbo Encarnado?»

Además, escribió San Antonino, “la nobleza del cuerpo aumenta y se intensifica en proporción a la mayor nobleza del alma, a la que está unido y por la que es informado; y es razonable, pues la materia y la forma son proporcionadas una a la otra. Siendo por lo tanto, que el alma de la Virgen fue la más noble luego de la del Redentor, es lógico concluir que también su cuerpo fue el más noble, luego del de su Hijo».(2)

Por lo tanto, el alma santísima de María, concebida sin pecado original y llena de gracia desde el primer instante de su existencia, se correspondía con un organismo humano perfectísimo, sin el menor desequilibrio.

Como consecuencia de su virginal naturaleza, la Santísima Virgen fue inmune a cualquier enfermedad y jamás estuvo sujeta a la decrepitud del cuerpo causada por la edad.

Entonces, ¿de qué murió la Madre de Dios?

El término de la existencia terrenal de María se debió a la “fuerza del divino amor y al vehemente deseo de contemplación de las cosas celestiales, que consumían su corazón».(3)

¡La Santísima Virgen murió de amor! San Francisco de Sales describe así ese sublime acontecimiento:

“¡Cuán activo y poderoso (…) es el amor divino! Que no os extrañe si os digo que Nuestra Señora de él murió, pues, llevando siempre consigo, en su corazón, las llagas del Hijo, las padecía sin consumirse, pero finalmente murió por el ímpetu del dolor. Sufría sin morir, pero al fin murió sin sufrir.
“¡Oh pasión de amor!

¡Oh amor de pasión! Si su Hijo estaba en el Cielo, su corazón ya no estaba en Ella. Estaba en aquel cuerpo que amaba tanto, huesos de sus huesos, carne de su carne, y al Cielo volaba esa águila santa. Su corazón, su alma, su vida, todo estaba en el Cielo: ¿por qué habían de quedarse aquí en la tierra?

“Finalmente, luego de tantos vuelos espirituales, tantos arrebatos y tantos éxtasis, ese castillo santo de pureza y humildad se rindió al último asalto del amor, después de haber resistido a tantos. El amor la venció, y consigo se llevó su bendita alma».(4)

Esa muerte de María, suave y bendita como un hermoso atardecer, recibe por parte de la Iglesia el sugerente calificativo de “dormición”, para expresar que su cuerpo no sufrió la corrupción.

Llena de gracia y llena de gloria

¿Cuánto duró la permanencia del purísimo cuerpo de María en el sepulcro?

No lo sabemos. Pero según la tradición, fue muy poco el tiempo que su alma estuvo separada de su cuerpo. Y en la Constitución Apostólica Munificentissimus Deus , afirma el Papa Pío XII: “Por un privilegio enteramente singular, Ella venció el pecado con su Concepción Inmaculada; y por tal motivo no estuvo sujeta a la ley de permanecer en la corrupción del sepulcro, ni tuvo que esperar la redención del cuerpo hasta el fin de los tiempos» .

Así, resplandeciente de gloria, el alma santísima de la Santísima Virgen asumió de nuevo su cuerpo virginal, volviéndolo completamente espiritualizado, luminoso, sutil, ágil e impasible.

Y María –que quiere decir “Señora de Luz”– se elevó al Cielo en cuerpo y alma, mientras que incalculables legiones de las milicias angélicas exclamaban maravilladas, al contemplar a su Soberana cruzando los umbrales eternos: “¿Quién es ésta que se levanta como la aurora, hermosa como la luna, radiante como el sol, irresistible como un ejército en marcha?”.(5)

Y se escuchó una gran voz que decía: “He aquí el tabernáculo de Dios entre los hombres” (Ap 21, 3).

La Hija bienamada del Padre, la Madre virginal del Verbo, la Esposa purísima del Espíritu Santo fue coronada entonces por las Tres Divinas Personas para reinar en el universo, por los siglos de los siglos, “a la derecha del Rey” (Sl 44,10).

El dogma

La verdad de esta glorificación única y completa de la Santísima Virgen fue definida solemnemente como dogma de fe por el Papa Pío XII el 1° de noviembre de 1950, con estas bellas palabras:

“Después de habernos dirigido a Dios en repetidas súplicas, y de haber invocado la luz del Espíritu de verdad, para gloria de Dios omnipotente que a la Virgen María concedió especial benevolencia, para honra de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y triunfador del pecado y de la muerte, para aumento de la gloria de su augusta Madre y para gozo y júbilo de toda la Iglesia, con la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los Bienaventurados Apóstolos San Pedro y San Pablo y con la Nuestra, pronunciamos, declaramos y definimos que: La Inmaculada Madre de Dios, la siempre virgen María, terminado el curso de la vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial».

P. Pedro Morazzani Arráiz, EP
1) De resurrectione carnis, c. VII.
2) Cfr. Gabriel Roschini, Instruções Marianas, Ed. Paulinas, São Paulo, p. 202.
3) D. Alastruey, Tratado de la Virgen Santísima, p. 414.
4) São Francisco de Sales, Obras Selectas, B.A.C., p. 480.
5) Cfr. Cant 6,10

Es frecuente que exista cierta confusión de conceptos al respecto de la Ascensión de Nuestro Señor Jesucristo y la Asunción de la Santísima Virgen. El famoso teólogo Fray Antonio Royo Marín dilucida este asunto:
Por lo tanto, no es exacta la distinción que establecen algunos entre la Ascensión del Señor y la Asunción de María, como si la primera se distinguiera de la segunda por el hecho de haber sido realizada por su propia virtud o poder, mientras que la Asunción de María necesitaba del concurso o la ayuda de los Ángeles. No es eso. La diferencia está en que Cristo habría podido ascender al Cielo por su propio poder aun antes de su muerte y gloriosa resurrección , mientras que María no podría hacerlo –salvo con un milagro– antes de su propia resurrección.
Pero una vez realizada ésta, la Asunción se verificó utilizando su propia agilidad gloriosa, sin necesidad del auxilio de los Ángeles y sin milagro alguno (“La Virgen María”, pp.213-214).

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