El mundo de hoy yace, en gran medida, bajo la tiranía de la mediocridad. ¿Por qué? Mons. João Clá, EP nos lo explica en los comentarios al Evangelio del IV Domingo del Tiempo Ordinario.
Una lección para los católicos del siglo XXI
Nuestro Señor se nos presenta en el Evangelio del cuarto domingo del Tiempo Ordinario como el Profeta por excelencia, rechazado por los suyos a causa de su menguada fe.
El odio mortal de los nazarenos al verse invitados ad maiora por el divino Maestro y, al mismo tiempo, reprendidos por Él, nos parece, a primera vista, una reacción ex abrupto sin aparente motivación. Sin embargo, tal impresión no corresponde a la realidad. La mediocridad es una enfermedad espiritual grave, cuyos efectos devastadores se revelan en el episodio narrado por San Lucas. Entre ellos se encuentra que el mediocre pasa de la acedia al odio contra Dios.
La mediocridad es la gran enemiga de la magnanimidad, virtud ligada a la fortaleza que manifiesta con especial fulgor la inmensidad del poder y del amor de Dios. En su vida pública, Nuestro Señor se presentó como la Grandeza encarnada, dejando ver de modo rutilante la sobrenaturalidad de su misión y su origen divino: se trataba del Verbo engendrado por el Padre, desde toda la eternidad, y hecho hombre en el seno virginal de María Santísima. Y la cruz fue el precio pagado por el Hijo de Dios por haber osado brillar de esa forma a los ojos de hombres hundidos en el pantano hediondo y emoliente de la mediocridad.
Una preparación para la lucha
Considerado así, el Evangelio de este domingo constituye una preparación para la lucha. El enfrentamiento entre la espada de la verdad y la furia bestial de la mediocridad muestra con claridad que el apostolado se desarrolla en un campo de batalla en el cual los enemigos más feroces pueden ser los que, en apariencia, se presentan cuerdos y pacíficos.
En este sentido, el apóstol católico ha de tener la mirada interior encendida, vigilante y atildada, lista para reconocer a los que escuchan las verdades rutilantes del santo Evangelio con auténtica admiración y, por el contrario, identificar a los que desean permanecer adormecidos en la noche de sus pecados, quienes se convertirán en sus más terribles adversarios.
Lleno de coraje, como imitador de la Sabiduría encarnada, debe incentivar a los buenos y reprender a los malos, consciente de las consecuencias que vendrán: el odio, la lucha, el riesgo y, a menudo, el martirio.
Las «Nazaret» de nuestros días
El mundo de hoy yace, en gran medida, bajo la tiranía de la mediocridad. El «pan y circo» de los romanos decadentes continúa siendo, en versión moderna, la moneda con la que el mundo compra la ceguera voluntaria de las multitudes. Dinero, diversión, placer, comodidad, avances tecnológicos y otras vanidades llenan las expectativas miopes de millones de personas que, cuales nuevos Esaú, renuncian a volar sobre los nobles y arduos horizontes de la fe a cambio de un banal plato de lentejas. De ellos dice San Pablo «que andan como enemigos de la cruz de Cristo: su Dios es el vientre» (cf. Flp 3, 18-19).
El resultado de tal prevaricación está ante nuestros ojos: ¿cuándo se presenció en la Historia de la humanidad una crisis moral más dramática y devastadora que la de nuestros días? Los mandamientos divinos, sin excepción, son profanados de la forma más innoble por parte de las masas inertes, esclavas de la mediocridad.
No podemos, sin embargo, desanimarnos, pues la verdad será la vencedora.
¡Abracemos la vida del heroísmo!
Al dejarse inmolar en la cruz y resucitar glorioso, Nuestro Señor hirió de muerte la mediocridad e hizo que surgiera en su Iglesia una estirpe de héroes capaces de las más santas audacias a fin de implantar en el mundo la obediencia a la ley divina. Sí, una miríada de hombres y mujeres fueron capaces de, con desprecio por los mezquinos acomodamientos mundanos, dar la vida para convertir esta tierra en una imagen del Cielo y conquistar la eternidad. Por eso podemos afirmar, parafraseando un pensamiento del Prof. Plinio Corrêa de Oliveira, que «la sonrisa escéptica y resentida de los mediocres nunca logrará detener la marcha victoriosa de los que tienen fe».
En actitud diametralmente opuesta a la locura asesina de los nazarenos, somos invitados hoy por el divino Maestro a formar parte de esa cohorte radiante y magnífica de los que lo siguen por el camino sangriento del Calvario, con la firme certeza de la victoria final.
La Santísima Virgen prometió en Fátima: «¡Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará!». Hagamos de estas palabras nuestro estandarte de guerra y combatamos por Ella las batallas del apostolado, sabiendo discernir la acción de la gracia que, en medio del lodazal moderno, va haciendo que germine un lirio albísimo e incontaminado. Ese lirio será capaz de vencer con su fulgor irresistible las tinieblas de la noche y de domar con su pureza militante el furor de la tempestad. De él nacerá el orden sacral, jerárquico y altamente perfecto del Reino de María. ◊