Miércoles de Ceniza – Inicio de la Cuaresma

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Miércoles de Ceniza – Inicio de la Cuaresma

La liturgia del Miércoles de Ceniza nos recuerda nuestra condición de mortales: “Memento homo quia pulvis es et in pulverem reverteris – Recuerda, hombre, que eres polvo, y al polvo volverás”… En el inicio de la Cuaresma, queramos, más que la mortificación corporal, aceptar la invitación que la Liturgia sabiamente nos hace, combatiendo el amor propio con todas nuestras fuerzas.
“Buscad el mérito, buscad la causa, buscad la justicia; y ved si encontráis otra cosa a no ser la gracia de Dios». (San Agustín)


(…) Dentro de poco, al recibir la ceniza en nuestra cabeza, volveremos a escuchar una clara invitación a la conversión, que puede expresarse con dos fórmulas distintas: «Convertíos y creed en el Evangelio» o «Acuérdate que eres polvo y al polvo volverás».

Precisamente por la riqueza de los símbolos y de los textos bíblicos y litúrgicos, el miércoles de Ceniza se considera la «puerta» de la Cuaresma. En efecto, esta liturgia y los gestos que la caracterizan forman un conjunto que anticipa de modo sintético la fisonomía misma de todo el período cuaresmal. En su tradición, la Iglesia no se limita a ofrecernos la temática litúrgica y espiritual del itinerario cuaresmal; además, nos indica los instrumentos ascéticos y prácticos para recorrerlo fructuosamente.

«Convertíos a mí de todo corazón, con ayuno, con llanto, con luto (Joel 2, 12). Los sufrimientos, las calamidades que afligían en ese período a la tierra de Judá impulsan al autor sagrado a invitar al pueblo elegido a la conversión, es decir, a volver con confianza filial al Señor, rasgando el corazón, no las vestiduras. En efecto, Dios —recuerda el profeta— «es compasivo y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad, y se arrepiente de las amenazas» (Joel 2, 13). La invitación que el profeta Joel dirige a sus oyentes vale también para nosotros, queridos hermanos y hermanas.


Imposición de la ceniza en la Iglesia de Nuestra Señora del Rosario, del Seminario de los Heraldos del Evangelio en Caieiras, São Paulo.

No dudemos en volver a la amistad de Dios perdida al pecar; al encontrarnos con el Señor, experimentamos la alegría de su perdón. Así, respondiendo de alguna manera a las palabras del profeta, hemos hecho nuestra la invocación del estribillo del Salmo responsorial: “Misericordia, Señor: hemos pecado». Proclamando el salmo 50, el gran salmo penitencial, hemos apelado a la misericordia divina; hemos pedido al Señor que la fuerza de su amor nos devuelva la alegría de su salvación.

Con este espíritu, iniciamos el tiempo favorable de la Cuaresma, como nos recordó san Pablo: «Al que no había pecado, Dios lo hizo expiación por nuestro pecado, para que nosotros, unidos a Él, recibamos la justificación de Dios» (2 Co 5, 21), para permitirnos reconciliar con Dios en Cristo Jesús. El Apóstol se presenta como embajador de Cristo y muestra claramente cómo precisamente a través de Él, es ofrecido al pecador – esto es, a cada uno de nosotros – la posibilidad de una reconciliación autentica.

Esa esclavitud voluntaria por amor, nos hace más íntimos con la Santísima Virgen, por lo tanto a partir de hoy debemos tener más confianza en Ella, de la que teníamos hasta aquí. Ella es como que una enfermera a la cual podemos recurrir todo el tiempo, ya sea por grandes o pequeños problemas. Esa unión cada vez más estrecha con la Virgen se va haciendo cada vez más estrecha y entrañable, que redunda en una unión de corazones y de mentalidades muy intensa. Lo cual tiene como corolario una unión más íntima y estrecha con el Sagrado Corazón de Jesús.

Sólo Cristo puede transformar cualquier situación de pecado en novedad de gracia. Precisamente por eso asume un fuerte impacto espiritual la exhortación que san Pablo dirige a los cristianos de Corinto: «En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios» (2 Co 5, 20) y también: «Mirad, ahora es tiempo favorable, ahora es el día de la salvación» (2 Co 6, 2).

Mientras que el profeta Joel hablaba del futuro día del Señor como de un día de juicio terrible, san Pablo, refiriéndose a la palabra del profeta Isaías, habla de «momento favorable», de «día de la salvación». El futuro día del Señor se ha convertido en el «hoy». El día terrible se ha transformado en la cruz y en la resurrección de Cristo, en el día de la salvación. Y hoy es ese día, como hemos escuchado en la aclamación antes del Evangelio: «Escuchad hoy la voz del Señor, no endurezcáis vuestro corazón». La invitación a la conversión, a la penitencia, resuena hoy con toda su fuerza, para que su eco nos acompañe en todos los momentos de nuestra vida.

La liturgia del miércoles de Ceniza indica que la conversión del corazón a Dios es la dimensión fundamental del tiempo cuaresmal. Esta es la sugestiva enseñanza que nos brinda el tradicional rito de la imposición de la ceniza, que dentro de poco renovaremos. Este rito reviste un doble significado: el primero alude al cambio interior, a la conversión y la penitencia; el segundo, a la precariedad de la condición humana, como se puede deducir fácilmente de las dos fórmulas que acompañan el gesto.

Queridos hermanos y hermanas, tenemos cuarenta días para profundizar en esta extraordinaria experiencia ascética y espiritual. En el evangelio (cf. Mt 6, 1-6. 16-18), Jesús indica cuáles son los instrumentos útiles para realizar la auténtica renovación interior y comunitaria: las obras de caridad (limosna), la oración y la penitencia (el ayuno). Son las tres prácticas fundamentales, también propias de la tradición judía, porque contribuyen a purificar al hombre ante Dios.

Esos gestos exteriores, que se deben realizar para agradar a Dios y no para lograr la aprobación y el consenso de los hombres, son gratos a Dios si expresan la disposición del corazón para servirle sólo a él, con sencillez y generosidad. Nos lo recuerda uno de los Prefacios cuaresmales, en el que, a propósito del ayuno, leemos esta singular afirmación: “ieiunio… mentem elevas», «con el ayuno…, elevas nuestro espíritu» (Prefacio IV de Cuaresma).

El ayuno al que la Iglesia nos invita en este tiempo fuerte no brota de motivaciones de orden físico o estético, sino de la necesidad de purificación interior que tiene el hombre, para desintoxicarse de la contaminación del pecado y del mal; para formarse en las saludables renuncias que libran al creyente de la esclavitud de su propio yo; y para estar más atento y disponible a la escucha de Dios y al servicio de los hermanos. Por esta razón, la tradición cristiana considera el ayuno y las demás prácticas cuaresmales como «armas» espirituales para luchar contra el mal, contra las malas pasiones y los vicios.

Al respecto, me complace volver a escuchar, juntamente con vosotros, un breve comentario de san Juan Crisóstomo: «Del mismo modo que, al final del invierno —escribe—, cuando vuelve la primavera, el navegante arrastra hasta el mar su nave, el soldado limpia sus armas y entrena su caballo para el combate, el agricultor afila la hoz, el peregrino fortalecido se dispone al largo viaje y el atleta se despoja de sus vestiduras y se prepara para la competición; así también nosotros, al inicio de este ayuno, casi al volver una primavera espiritual, limpiamos las armas como los soldados; afilamos la hoz como los agricultores; como los marineros disponemos la nave de nuestro espíritu para afrontar las olas de las pasiones absurdas; como peregrinos reanudamos el viaje hacia el cielo; y como atletas nos preparamos para la competición despojándonos de todo» (Homilías al pueblo de Antioquía , 3).

En el mensaje para la Cuaresma invité a vivir estos cuarenta días de gracia especial como un tiempo «eucarístico». Recurriendo a la fuente inagotable de amor que es la Eucaristía, en la que Cristo renueva el sacrificio redentor de la cruz, cada cristiano puede perseverar en el itinerario que hoy solemnemente iniciamos. Las obras de caridad (limosna), la oración, el ayuno, juntamente con cualquier otro esfuerzo sincero de conversión, encuentran su más profundo significado y valor en la Eucaristía, centro y cumbre de la vida de la Iglesia y de la historia de la salvación. «Señor, estos sacramentos que hemos recibido —así rezaremos al final de la santa misa— nos sostengan en el camino cuaresmal, hagan nuestros ayunos agradables a tus ojos y obren como remedio saludable de todos nuestros males».

Pidamos a María que nos acompañe para que, al concluir la Cuaresma, podamos contemplar al Señor resucitado, interiormente renovados y reconciliados con Dios y con los hermanos. ¡Amén!

Adaptación de la Homilía del Papa Benedicto XVI – Miércoles de Ceniza, 21 de febrero de 2007, Basílica de Santa Sabina en Aventino.

Significado de la Ceremonia de la Ceniza

La Iglesia nos indica, en las oraciones que recitan sus ministros, el significado que tiene la ceremonia del miércoles de ceniza: “Oh Dios que no queréis la muerte del pecador sino que se convierta, escuchad con bondad nuestras oraciones y dignaos bendecir estas cenizas que vamos a colocar sobre nuestras cabezas. Y así, reconociendo que somos polvo y al polvo volveremos, consigamos mediante la observación de la Cuaresma, obtener el perdón de los pecados, y vivir una vida nueva a semejanza de Cristo Resucitado”. Así pues que es la Penitencia lo que la Iglesia nos quiere enseñar mediante la ceremonia de ese día.

Ya en el Antiguo Testamento los hombres se cubrían de cenizas cuando querían expresar su dolor y humillación, como se puede leer en el libro de Job. En los primeros siglos de la Iglesia, los penitentes públicos, se presentaban ese día a los obispos o a los penitenciarios: pedían perdón revestidos de un saco, y como señal de su contrición se cubrían las cabezas con ceniza. Pero, como todos los hombres son pecadores, dice San Agustín, esa ceremonia se extendió a todos los fieles, para recordarles el precepto de la Penitencia. No había excepción alguna: pontífices, obispos, sacerdotes, reyes, almas inocentes, todas se sometían a esa humillante expresión de arrepentimiento.

Tengamos los mismos sentimientos: deploremos nuestras faltas al recibir de las manos del ministro de Dios la ceniza bendita por las oraciones de la Iglesia. Cuando el sacerdote nos diga “recuerda que eres polvo y al polvo has de volver” o “convertíos y creed en el Evangelio” mientras nos impone la ceniza, humillemos nuestro espíritu por el pensamiento de la muerte que reduciéndonos al polvo, nos pondrá bajo los pies de todos. Así dispuestos, lejos de complacer nuestro cuerpo destinado a deshacerse, nos decidiremos a tratarlo con dureza, a refrenar nuestro paladar, nuestros ojos, nuestros oídos, nuestra lengua, todos nuestros sentidos; a observar en lo más posible el ayuno y la abstinencia que la Iglesia nos prescribe.

Dios mío, inspiradme verdaderos sentimientos de humildad, mediante la consideración de mi nada, de mi ignorancia y de mi corrupción. Dadme el mayor arrepentimiento posible de mis iniquidades, que hirieron vuestras infinitas perfecciones, contristaron vuestro corazón de padre, crucificaron a vuestro Hijo dilecto, y me causaron un mal mayor que la pérdida de la propia vida del cuerpo, puesto que el pecado mortal es la muerte del alma y nos expone a una muerte eterna.

La Iglesia siempre amonestó a sus fieles a no contentarse solamente con las señales externas de la penitencia, sino también a embeberse del espíritu y los sentimientos de esta. Ayunemos –dice la Iglesia- como el Señor desea, pero acompañemos el ayuno con lágrimas de arrepentimiento, postrándonos ante Dios y deplorando nuestra ingratitud en la amargura de nuestros corazones. Pero esa contrición, para ser provechosa debe estar acompañada de confianza. Por eso la Iglesia siempre nos recuerda que nuestro Dios está lleno de bondad y misericordia, siempre listo a perdonarnos, lo que es un fuerte motivo para esperar firmemente la remisión de nuestras faltas si de ellas nos arrepentimos. Dios no desprecia jamás un corazón contrito y humillado.

La liturgia termina exhortándonos a que tomemos generosas resoluciones confiando en Dios: “Pecamos, Señor, porque nos olvidamos de Vos. Volvamos otra vez al bien antes que la muerte llegue y ya no haya tiempo. Óyenos Señor, ten piedad porque pecamos contra Vos. Ayúdanos oh Dios Salvador, por la gloria de vuestro nombre, libertadnos”. El pensamiento de la muerte nos invita a vivir todavía más santamente, ¡y cuán eficaz es recordar eso!

Al borde de la tumba y a la puerta del Supremo Tribunal, ¿quién se atrevería a enfrentar a su Juez, ofendiéndolo y rechazando el arrepentimiento o viviendo en la negligencia, la tibieza y la relajación? Coloquémonos espiritualmente en el que va a ser nuestro lecho de muerte y armémonos de los sentimientos de compunción que para ese momento quisiéramos tener. Depositad vuestra confianza en la misericordia divina, en los méritos de Jesús y en la intercesión de la divina Madre. Prometamos al Señor:

– 1° cortar pensamientos, conversaciones y toda clase de procederes que le desagradan;

– 2° vivir cuanto sea posible en la soledad, en el silencio y, sobre todo, en el recogimiento interior que favorece vuestro espíritu de oración y os separa de todo lo que no es Dios.

Adaptado de Miércoles de Ceniza, en “Meditaciones para todos los días del año”, P. Luis Bronchaín CSSR, Petrópolis, Editora Vozes, 1.949 (2ª. Edición en portugués, págs. 132-134)

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