Consagración a la Santísima Virgen

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Consagración a la Santísima Virgen

Parece que el Tratado de la verdadera devoción ha sido destinado por la Providencia para que llegase a las manos del Dr. Plinio, como un tesoro, a fin de que mejorase en su vida espiritual y le ayudase a alcanzar el pináculo de su devoción

Antes de conocer tantas maravillas sobre la privilegiadísima posición de la Madre de Dios en el orden de la Creación, Plinio pensaba que su sitio en el Cielo sería el de la Reina madre, la cual poseería una corte propia y específica, no obstante, inferior a la corte principal y más eminente, establecida en torno a Nuestro Señor Jesucristo, Rey de reyes. Ahora bien, tal era el encanto que ya en aquel tiempo tenía por Nuestra Señora que pensaba: «Sé que la corte del Rey debe ser superior a la de la Reina, pero, cuando vaya al Cielo, quiero formar parte de su corte, aunque ésta sea secundaria, pues lo que me importa es estar junto a Ella».
Sin embargo, al leer la doctrina expuesta en el Tratado, se dio cuenta de que si pertenecía a la corte de Nuestra Señora se encontraría en un lugar insigne, mucho más cerca de Nuestro Señor de lo que se imaginaba. Entonces se llenó de alegría, no por las consecuencias ventajosas que eso le traería, sino por ver que la Santísima Virgen de hecho merecía toda la consideración que él deseaba tributarle: «Sólo al leer el libro de San Luis Grignion fue cuando comprendí toda la elevación y la sacralidad del culto a la Santísima Virgen. No es que antes lo negase, sino que entendí mejor quién era Ella: mons super montes positum – ¡una montaña colocada sobre todas las otras montañas! (cf. Is 2, 2)».

El Reino de María naciendo en un alma

Su entusiasmo aumentó al hacer otro descubrimiento en las páginas que se iban sucediendo ante sus ojos, según él mismo narró más tarde: «Eran como llamaradas acerca de un asunto sobre el cual nunca había oído hablar a nadie, pero me interesaba enormemente: el Reino de María.
Enseguida percibí que ese Reino era la meta hacia donde mi alma volaba. ¡Exacta y estrictamente mi deseo!». Comprendió que San Luis Grignion se refería, ante todo, al gobierno de Nuestra Señora, Reina de los Corazones, sobre las mentalidades de todos los hombres, transformándolas de manera maravillosa y haciéndolas semejantes a la de Ella; pero también observó que el autor del Tratado preveía claramente el advenimiento de una auténtica era histórica de luz y de paz, en la que la faz de la tierra sería renovada y reformada por la Santa Iglesia y en la que María Santísima sería reconocida universalmente como Soberana: «María debe resplandecer, más que nunca, en misericordia, en fuerza y en gracia en estos últimos tiempos».1
Plinio se fue encantando con los pronósticos contenidos en el Tratado de la verdadera devoción y, en especial, al considerar el auge de santidad al que llegarían las almas en esos tiempos venideros; serían como enormes cedros del Líbano comparados a los arbustos, en relación con los santos de los siglos anteriores. Y comprendió que su ardiente deseo, es decir, la victoria del bien sobre el mal en la tierra, el triunfo de lo que él llamaría más tarde Contra-Revolución, sería obtenido finalmente a través de la Santísima Virgen.
Así, cuando cayó en sus manos, el Tratado causó en Plinio el efecto de una revelación divina. No obstante, se percibe que había sido objeto de una verdadera experiencia mística acerca del Reino de María, motivada mucho más por la acción directa de la gracia en su interior y por el don de la sabiduría, que por los escritos del extraordinario santo mariano. De hecho, a pesar de que no lograba transmitir con palabras toda la santidad, inocencia y sacralidad que su mente concebía y amaba como características esenciales de esa era marial, las conclusiones a las que llegó tras la lectura del Tratado permiten vislumbrar en qué medida veía -o sentía en sí- el conjunto de las armonías de esa civilización futura en todos sus ámbitos y aspectos, anunciándola incluso como algo muy superior a las maravillas producidas por la cristiandad en siglos anteriores: «Comprendí que la sacralidad en el reinado de María sería muy resplandeciente, ante todo, en el orden espiritual, pero también en el orden temporal. Y entendí que habría aspectos místicos que harían del Reino de María un paraíso, en relación con lo que fue la Edad Media.
No se trataba, por tanto, de volver al pasado, sino de caminar hacia algo que comparado a la Edad Media sería como ‘los cedros del Líbano exceden a los arbustos’. Así, el Reino de María, sin tener nada de era milenarista o paraíso recuperado, constituiría una época de sacralidad, de gloria y de elevación inauditas».
De esta manera, la previsión de San Luis María Grignion de Montfort, profeta de los «últimos tiempos», era confirmada y reforzada por el aval de Plinio Corrêa de Oliveira, profeta del Reino de María, en cuya alma este reinado, por el deseo, empezaba a nacer con anticipación, como un sol que despuntase a media noche.

«¡Para Ella todo es poco!»

A pesar de su entusiástica adhesión a todo lo que estaba leyendo sobre la devoción a Nuestra Señora, le causó cierta sorpresa y extrañeza uno de los asuntos del Tratado: ¡entregarse a Ella como esclavo! Y la palabra esclavitud, con toda su fuerte connotación, traía consigo la idea del sacrificio y la pérdida de algunos aspectos de la personalidad de aquel que así se consagrase.
Ahora bien, habiéndose dado cuenta desde la adolescencia de que su vocación le exigía siempre actitudes en la línea de la grandeza, del brillo y del panache,2 se aplicó con empeño a luchar contra su natural tendencia a la pereza y adquirió fuerzas para imponerse a los otros en la vida social, sin manifestar arrogancia, pero haciendo que se respetase su voluntad. Hasta tal punto llegaba esa necesidad de no dejarse dominar que rechazaba de modo instintivo, por ejemplo, algunas bebidas fuertes, como los vinos secos, las cuales pudiesen tomarle demasiado el paladar.
Una vez que ya había formado su mentalidad, San Luis Grignion le revelaba de repente que debía asumir la condición de esclavo, lo que le pareció que echaba por tierra el fruto de tanto esfuerzo. La Providencia, sin embargo, lo había preparado para ese momento en el que se hincaría de rodillas ante la Santísima Virgen con total humildad, sin la mínima resistencia interior e incluso con la disposición de renunciar al panache para cumplir los designios de Dios. Entonces, arrebatado por su ardoroso amor a María Santísima, pensó: «¿Esclavo de Nuestra Señora? ¡Claro que sí! ¡Eso es una honra para mí! Para Ella todo es poco, porque se lo merece todo y, por lo tanto, le pertenezco enteramente y es justo que sacrifique el panache. Llegó la hora de ser incondicional y cortarlo, aunque sea una cualidad santa».

mesa de trabajo donde San Luis María redactó el Tratado

Otra cosa que le llevó a tomar esta decisión fue su admiración por el autor del Tratado: «¡Ese gran santo, esa alma de fuego, ese espíritu lógico, ese hombre inteligentísimo! ¡Posee unas llamas de voluntad y de energía como jamás he visto en otra persona! ¡Con Nuestra Señora y también con él, voy a donde sea necesario!».
Plinio lo reflexionó con calma, para comprender a fondo el sentido de la esclavitud a Nuestra Señora, conforme comentaría: «Necesité hacer todo un razonamiento para entender qué es lo que esto significaba y, así, poder entrar en el espíritu de la institución y hacer mi consagración como debía». Y, sin duda, una de las razones más convincentes fue la afirmación del autor del Tratado, según la cual ninguna devoción puede agradar tanto a la Santísima Virgen como la consagración a Jesucristo por las manos de Ella.

Esclavo de María Santísima

Concluida la lectura, no vaciló ni se demoró un instante: comenzó su preparación para consagrarse a Nuestra Señora, haciendo las meditaciones apropiadas durante las cuatro semanas precedentes, de acuerdo con el método aconsejado por San Luis Grignion de Montfort.
Nunca sabremos con exactitud cuáles fueron sus oraciones y coloquios a lo largo de esos días, pero es seguro que aplicó a esa preparación toda la importancia que merecía. Plinio se consagró a la Santísima Virgen en su casa y de forma muy modesta, como le gustaba remarcar cuando narraba el hecho, con su habitual humildad: «Siempre tuve miedo de imaginar actos grandiosos realizados por mí. Incluso en este caso existía el peligro de pensar: ‘¡Voy a hacer una gran consagración!’.

Plinio en la década de 1930

Y en el momento de hacerla juzgarme grande yo… y no la consagración. Resolví entonces consagrarme con toda simplicidad.
Terminada la preparación, comulgué, volví a casa, comí alguna cosa, leí el periódico como todos los días, me encerré en mi cuarto, medité durante media hora sobre la consagración, me arrodillé, recé una vez más el Veni Creator Spiritus y el Ave Maris Stella y, finalmente, me consagré, haciéndome así esclavo de María.
Después retomé los quehaceres cotidianos.
Fue un acto sencillo, sin ninguna consolación espiritual, pero hasta hoy no dejo de agradecerle a Nuestra Señora ese paso que di, en atención a su llamamiento».
Sin embargo, al tener un espíritu serio y profundo, Plinio sólo consideraba bien hecha aquella consagración que, una vez pronunciada y realizada, llevase a las personas a cambiar de vida. Y, en efecto, a partir del momento en que se entregó a Nuestro Señor Jesucristo por las manos de María, como verdadero y perfecto esclavo, algo cambió en la actitud de su espíritu: comenzó a notar que, de hecho, todo lo que antes era de él ya no le pertenecía, pues había pasado a ser propiedad de Ella, y sintió cuánto había aumentado en su alma la influencia de María Santísima.
Por eso decidió renovar todos los días el acto de consagración a la Santísima Virgen; y así lo hizo a lo largo de toda su vida, durante la acción de gracias después de la comunión, rezándolo en francés, como lo había leído en el Traité, llegando a aprendérselo de memoria. Y así, Plinio, que tanta importancia le dio siempre al Rosario, ahora lo equiparaba a la consagración a María y, en referencia a la lucha de todo católico contra las tentaciones, afirmaba: «El Rosario y la consagración son los dos elementos de nuestra defensa y de nuestro ataque al adversario».
La esclavitud a la Santísima Virgen constituyó para él una nueva fuente de gracias y un poderoso factor de progreso en la vida espiritual, que le ayudó a alcanzar el nivel que tanto deseaba y que lo transformó en un varón enteramente marial, como lo demuestra el propósito que hizo de no dirigirle nunca una oración a Nuestro Señor Jesucristo sin pedir la intercesión de María.
¿Quién se ha consagrado alguna vez a María con tal seriedad y tan íntegro desprendimiento? Al decidirse a entrar por la vía estrecha de la humildad y la renuncia la transformó en una grandiosa avenida, y les abrió de este modo el camino a todos aquellos que en su seguimiento practicarían en el futuro la misma devoción de esclavitud de amor a Nuestra Señora. Por eso la consagración de Plinio tuvo, ante Ella, un inmenso valor.

Libro providencial y profético

Además de todos los motivos que lo llevaron a entregarse a la Santísima Virgen como esclavo, sus palabras dejan vislumbrar que la lectura de la obra de San Luis María Grignion de Montfort fueron una ocasión para recibir otras gracias de carácter místico, que no conseguía encontrar los términos exactos para describirla, pero que marcaron su existencia de manera decisiva: «Cuando leí el Tratado de la verdadera devoción y decidí entregarme a Nuestra Señora, tenía la impresión de ver reflejada dentro de mí como una luz plateada, maravillosa, fuerte, afirmativa y pura, que se comunicaba con el Cielo de los Cielos. Y percibía que, sólo con mirar aquello, podía divisar allá arriba un misterio, también lleno de luz. Ver eso y sentir su impacto en mí fue la fuerza psicológicamente determinante de la que provino la deliberación de consagrarme a la Santísima Virgen».

En su peregrinación a Saint laurent sur Sevres en 1988, Dr. Plinio reza ante la mesa de trabajo de San Luis María

Por otro lado, comentaba también el aspecto místico y profético de esa obra de San Luis, como frontera entre el fin de una era histórica y el inicio de otra. Y consideraba que había sido providencial el abandono en el cual el libro había permanecido, olvidado en un baúl durante ciento treinta años antes de ser encontrado y divulgado; por cierto, un hecho que fue previsto por el santo mariano en sus escritos.
«Por algún designio de Nuestra Señora, en cierta época debería ser descubierto el Tratado y en determinado momento nosotros lo tendríamos en las manos. Por lo tanto, para los católicos que quieran ser fieles a la Santísima Virgen y llevar hasta las últimas consecuencias la devoción a Ella permanece abierta una vía que nadie conseguirá cerrar.
Veo, en la apertura de esta vía y en su seguridad, no solamente una promesa, sino también un comienzo del Reino de María».
Y el propio San Luis Grignion, de manera misteriosa, reconoce haber escrito el Tratado con la esperanza de que fuese encontrado y entendido perfectamente por un alma elegida: «¡Oh, cuán bien habría empleado mi afán, si este pequeño escrito, cayendo en las manos de un alma bien nacida, nacida de Dios y de María, y no de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad del hombre (Jn 1, 13), le descubriese e inspirase, por la gracia del Espíritu Santo, la excelencia y el precio de la verdadera y sólida devoción a la Santísima Virgen, que voy al presente a describir! Si supiese yo que mi sangre criminal pudiese servir para hacer entrar en el corazón las verdades que escribo en honor de mi querida Madre y Soberana Señora, […], en lugar de tinta, me serviría de ella para trazar estos caracteres».3
Por estas afirmaciones, no parece exagerado conjeturar que el Tratado de la verdadera devoción, considerado como uno de los mejores estudios realizados en todos los siglos sobre la Madre de Dios, estaba especialmente destinado por la Providencia para que llegase a las manos de Plinio, como un tesoro, a fin de que mejorase en su vida espiritual y le ayudase a alcanzar el pináculo de su devoción a la Santísima Virgen. Se podría decir que un profeta marial escribía para otro profeta, que comprendería, confirmaría y viviría las enseñanzas predicadas por el primero.
De hecho, Plinio había asimilado de tal manera el contenido del Tratado que tomó la resolución, después de haberlo leído, de pedir todos los días en la comunión, nada más empezar la acción de gracias e incluso antes de renovar su acto de consagración, que Nuestro Señor Jesucristo, por medio de Nuestra Señora, le concediese una devoción a Ella tan audaz, amplia y profunda, que alcanzase los extremos límites a los cuales la naturaleza humana y la gracia le permitiesen llegar. Petición que mantuvo con todo fervor hasta el fin de su vida.
Sí, en cuestión de unión con María Santísima, Plinio deseaba tenerlo todo, pues sentía que sin Ella no sería nada. Por eso en cierta ocasión definió la doctrina contenida en el Tratado como la característica primera y más esencial de su espiritualidad: «Cuando muera, si alguien quisiese hacer un epitafio en mi lápida funeraria y escribir únicamente esta frase: ‘Leyó el libro de San Luis María Grignion de Montfort; procuró con toda su alma practicarlo y difundirlo’, consideraré narrada la espina dorsal de mi vida».

Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP
Extraído, con adaptaciones, de: «El don de la sabiduría en la mente, vida y obra de Plinio Corrêa de Oliveira». Città del Vaticano-Lima: LEV; Heraldos del Evangelio, 2016, v. II, pp. 174-189.
1 SAN LUIS MARÍA GRIGNION DE MONTFORT. Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, n.º 50. Buenos Aires: Editorial Iction, 1981, p. 34.
2 Del francés, literalmente: penacho. En sentido figurado, según una de las definiciones del propio Dr. Plinio, el panache sería el garbo de la superioridad, en estado de militancia.
3 SAN LUIS MARÍA GRIGNION DE MONTFORT, op. cit., n.º 112, p. 67.
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