La aurora marial de la Resurrección

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La aurora marial de la Resurrección

La liturgia nos invita a participar de la alegría que inundó al Señor en el instante entre todos grandioso en el cual Él volvió a unirse a su sagrado cuerpo. A fin de que nos hagamos una idea de este gozo, podemos contemplar su eco fidelísimo en el Corazón de María.

La Pascua a la luz de María

Nuestra Señora siempre fue un mar de recogimiento profundo, trasparente y virginal. Ella guardaba y confería en su corazón cada gesto y cada palabra de su divino Hijo, con una sed infinita de comprender y de amar el significado de los más variados matices que sobre Él iban siendo revelados. De este modo, su espíritu se volvió perseverante, fuerte, resistente. Ella permaneció de pie junto a la cruz, acompañada únicamente por las Santas Mujeres y San Juan, que por Ella nutría un filial cariño. Los demás discípulos se mantuvieron distantes y medrosos.

Sólo María pudo con toda propiedad sufrir con el Cordero Inmaculado y unirse a Él en el sacrificio que hacía de sí mismo. La Virgen fue, de alguna manera, víctima con la suprema Víctima y sacerdote con el divino Sacerdote. No es un sacerdocio sacramental, como el de los obispos y presbíteros, sino una participación directa en el propio sacerdocio de Jesús, sumo pontífice de la nueva y eterna alianza, quien, en este caso particularísimo, le daba la prerrogativa de, al consentir en cada paso de la Pasión de su Hijo, fuera Ella misma en cierto modo la que lo ofrecía al Padre. Nuestra Señora se convirtió, por tanto, en Corredentora con el Redentor, gloria quizá superada solamente por la maternidad divina.

Y si ardua fue la lucha, altísimo fue el premio e indecible la alegría. Contemplando este gozo mariano que se encendió en el preciso momento en el que el Señor de la gloria retomaba su cuerpo, podemos elevarnos a la felicidad sin límites que inundó para siempre el Corazón Sacratísimo de Jesús en el domingo más hermoso de la historia.

Una Iglesia marial

A la vista de este Evangelio y de la discreta referencia a la fe de la Santísima Virgen que se descubre en sus entrelíneas, surge una cuestión de capital importancia con respecto al futuro de la Iglesia.

Si el papel de María, Madre de Dios y nuestra, fue crucial con ocasión de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor, en el sentido de manifestar con un esplendor único la virtud de la esperanza, tan ofuscada en el espíritu de los discípulos, ¿cuál será su misión en la actual coyuntura, en que la verdad revelada es olvidada, ridiculizada e incluso pisoteada por lobos disfrazados de pastores?

Además, si Jesús quiso que el don precioso de la fe fuera conservado por su Madre cuando todos vacilaban, ¿no le habrá consagrado a Ella la tarea de velar con maternal solicitud por la integridad de la fe de los «Apóstoles de los últimos tiempos», anunciados por profetas de la talla de San Luis María Grignion de Montfort? ¿Y cómo será esta virtud en hombres y mujeres llamados a esperar contra toda esperanza? En vista de las consideraciones hechas anteriormente, se puede presagiar una fe toda marial y, por tanto, una fe audaz, invencible y gloriosa; una fe ardiente, que incendiará el mundo y renovará la faz de la tierra, inundándola de exultación.

De esta fe nacerá una Iglesia marial, capaz de atraer irresistiblemente a las almas que se conviertan ante las manifestaciones imponentes de la misericordia y de la justicia de Dios; una Iglesia que, como Nuestra Señora, será guerrera indomable y, con la fuerza que le vendrá del Espíritu Santo, expulsará hacia los antros infernales a Satanás y sus secuaces; una Iglesia radiante de santa alegría, animada de entusiasmo divino, que con la sonrisa de la Virgen Madre iluminará de forma irresistible el universo entero.

Fuente: Monseñor João S. Clá Dias, EP in “Lo inédito sobre los Evangelios» Volumen I, Librería Editrice Vaticana.

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