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mayo 23, 2024Después de haber recibido el bautismo, es necesario que de alguna forma recibamos la plenitud del Espíritu Santo que nos torna perfectos cristianos, Soldados del mismo Cristo.
Una vez que el transcurso de la historia llegó a su auge recibiendo a su propio Creador “nacido de una mujer y sujeto a la ley” (Gal 4,4) no se limitó éste a darnos el ejemplo de humildad, rebajándose a la condición de hombre, sino quiso elevar a los Hombres a la naturaleza divina por la obra de la gracia, cosa imposible e impensable para los hombres, pero posible para Dios. De esta manera él estableció su reino, que nada más es que el reino de la gracia.
Siendo así, durante su paso por esta tierra Nuestro Señor Jesucristo dejó su Iglesia fundada sobre roca siendo Él mismo su propia Cabeza, una vez que hizo de la Iglesia su Cuerpo Místico. De esta manera, para la vitalidad de aquellos que son sus miembros, Cristo dejó los sacramentos, los cuales nos dispensan las gracias necesarias para que alcancemos el cielo y para que vivamos en plenitud la vida Cristiana.
De esta forma Dios visa conducir a todos los cristianos no solamente a una vida simplemente buena o cómoda, sino a la perfección, pues fue Él mismo que en el evangelio nos dejó este mandato: “Por tanto, sed perfectos, así como vuestro Padre celeste es perfecto”. (Mt 5, 48). De esta manera el Divino Maestro nos manifiesta su deseo de que alcancemos la plenitud de la perfección a través del conocimiento y de la vida del Padre.
Por causa de esto, después de haber recibido el bautismo, es necesario que de alguna forma recibamos la plenitud del Espíritu Santo que nos torna perfectos cristianos, Soldados del mismo Cristo.
Con este fin fue que Cristo instituyó el sacramento del Crisma, o Confirmación. El propio significado de la palabra nos deja todo claro, pues confirmar significa firmar o consolidar y fue esto lo que Nuestro Señor quiso hacer con su Iglesia enviando al Espíritu Santo en Pentecostés y no solo en Pentecostés, sino en nuestro pentecostés también.
Nuevo pentecostés
Es justamente con el sacramento del Crisma que nosotros alcanzamos el florecer y la plenitud de los dones del Espíritu Santo, que hoy celebramos. El cual hace de cada uno de nosotros soldados de Cristo, como anteriormente mencionamos.
Pero, para comprender mejor este magnífico sacramento, consideremos los hechos que pronto recordaremos: los tiempos posteriores e la Ascensión del Salvador, cuando entraron al cenáculo Pedro y sus compañeros para meditar en las últimas palabras de Jesús cuando, “de repente, vino del cielo un ruido, como si soplase un viento impetuoso, y llenó toda la casa donde estaban sentados. Les apareció entonces una especie de lenguas de fuego que se repartieron y posaron sobre cada uno de ellos”. (At 2, 2-4).
De esta manera los apóstoles fueron transformados, y aquellos hombres que antes se mostraban miedosos e incapaces de comprender al Mesías – como muchos otros judíos, que esperaban la restauración del reino de Israel de una forma meramente humana preocupándose únicamente en ocupar los primeros lugares de este reino utópico-, pasaron a tener disposiciones de alma heroicas llegando a la deliberación de dar sus propias vidas, si necesario fuese, por el Reino de Dios.
San Pedro, transformado por Pentecostés
Un buen ejemplo de esta transformación fue el Apóstol Pedro, primer Papa, que en un primer momento, delante del misterio de la Cruz permanece desorientado al punto de merecer del Maestro la reprehensión: “Aléjate de mí, Satanás, porque tus sentimientos no son los de Dios, sino los de los hombres” (Mc 8, 33). Poco antes de la Crucifixión San Pedro negó por tres veces al Señor. Y todavía después de la propia resurrección San Pedro, junto a los otros, se oculta en una casa por temor a los judíos.
Entretanto, luego después de Pentecostés es que el príncipe de la Iglesia reaparece transfigurado, predicando sin temor el nombre Del Crucificado, convirtiendo multitudes, resucitando muertos, curando enfermedades con simple pasar de su sombra y dispuesto a soportar azotes, prisión y hasta inclusive, al llegar su hora, aceptar la muerte en cruz de cabeza para abajo, y todo eso para predicar el nombre de Jesús a todas las naciones.
¿Cómo explicar tamaña transformación, no solo de Pedro, sino de todos los discípulos, cómo esos corazones ciegos fueron transformados y llenados de dones y luces divinas al punto de ser los fundamentos de una institución ya 20 veces secular? La respuesta la encontramos retomando los Hechos de los Apóstoles: “Les apareció entonces una especie de lenguas de fuego que se repartieron y posaron sobre cada uno de ellos. Quedaron todos llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en lenguas, conforme el Espíritu Santo les concedía que hablasen”. (At 2, 3-4) Sí, fue el Espíritu Santo mandado por el Padre y prometido por el Hijo: “Y yo rogaré al Padre, y él os dará otro Paráclito, para que esté eternamente con vosotros”. (Jn 14, 16), de esta forma está confirmada la presencia del Espíritu Santo en la Iglesia hasta el final de los tiempos.
Los apóstoles fueron los primeros beneficiados, no, sin embargo los únicos pues “También en nuestros días, a través de su enseñanza, el Espíritu del Señor resucitado continúa haciendo resonar su voz e iluminando el camino que lleva a aquella Verdad, la única que nos puede tornar libres y dar sentido pleno a nuestra vida.”
Por tanto pidamos al Divino Espíritu Santo Fuerzas para ser verdaderos discípulos de Cristo y Apóstoles del Evangelio.
Por José Antônio Dominguez
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